La mujer que es una casa: Dora Luz Echeverría

Se la ve haciendo homenajes, detrás del nombre de Manuel Mejía Vallejo y de su madre, Dora Ramírez. Pero ella también ilumina con la luz que está en su nombre.

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Por: María Isabel Abad L.

Digámoslo así: Dora Luz Echeverría se ha ido construyendo a sí misma como una casa, una casa con música y con silencio, con arte y con palabras. Con una habitación propia y otras compartidas. Con espacio para los hijos y los nietos, para los amigos, para el amor y también para la soledad. 

Se necesita talante para ser una casa que canta -tangos, rancheras, boleros- y para seguir abriendo espacios, en cada etapa de la vida, hechos a la medida de su propio deseo. 

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Es hija de la artista Dora Ramírez y la libertad que ella encarnó fue su cimiento.  “Yo no solo fui tan feliz porque mi mamá fuera mi mamá, sino por haber sido tan amiga de ella”.

Durante la pandemia, Dora Luz Echeverría grabó diariamente, con su hermana Clara y su hija María José, 222 videos con canciones para poner a la distancia música a la vida de muchos.

A los ocho años conoció la libertad cuando a su padre lo trasladaron, por dos años, como vicepresidente técnico a Acerías Paz del Río, en Belencito, Boyacá. “Esa fue una época muy feliz. Desde el punto de vista social, era una delicia. Los hijos de los obreros y de los extranjeros iban a mi casa y nosotros donde ellos”. Allá, su mamá también derribó muros internos y disfrutó del arte y la cultura de la que estaba hecha, en un ambiente más abierto.

Por eso, cuando Dora-mamá regresó a Medellín, sintió que su alma expandida no cabía dentro del círculo social del que había salido. Decidió entrar al Instituto de Bellas Artes, y el matrimonio fue desvaneciéndose lenta, pero definitivamente, hasta que él se trasladó a un trabajo a Panamá y creó allá una nueva familia. 

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Tenía a sus padres como respaldo, quienes, a pesar de las cartas por su supuesta perdición, la apoyaron a toda costa. La casa de Caracas con Sucre se abrió de pronto en correspondencia con la apertura del mundo interior y exterior de Dora Ramírez. En la tarde era un punto de encuentro juvenil; y en la noche, centro de la bohemia local.  Allá llegaron Oscar Hernández, Manuel Mejía Vallejo y Carlos Castro Saavedra. Llegaron mujeres artistas más jóvenes y un profesor de guitarra para la madre, cuyas lecciones aprendería la hija, Dora Luz, a punta de buen oído. 

Dice que el mayor premio en arquitectura no está en las bienales sino en la alegría de los clientes cuando disfrutan un café en la casa que han construido.

Luego de graduarse del Marymount, que durante esa época le ofreció un ambiente más liberal que otros colegios religiosos, decidió hacer una pausa.  Se dedicó por un tiempo a leer y a caminar sin una vocación muy definida. Y así se amplió por dentro leyendo todos los libros de la biblioteca. La casa que era, se llenó de palabras. 

Fue un amigo de su hermano el que, unos meses más tarde, le sugirió estudiar arquitectura y le ayudó con las vueltas para entrar a la Universidad Nacional. “Entrar a la universidad pública fue un descubrir el mundo totalmente. Porque yo vivía en un mundo muy limitado socialmente, ¿cierto? Cuando entro allá me encuentro con una gente maravillosa. De alguna manera volví a sentir lo que había sentido en Belencito, que era un solo mundo”.

Bajo este roble están las cenizas de Manuel Mejía Vallejo, esposo de Dora Luz.

Le fue muy bien: ganó la matrícula de honor, fue representante estudiantil en la época del 68 y viajó a Europa con el grupo de teatro que dirigía Jairo Aníbal Niño, como actriz principal.  “A mí me cambió la vida la universidad. Salir de un polo al otro”. Y así, al atravesar la ciudad, también pudo pensarla.  Por eso la tesis que hizo con varios de sus compañeros, llamada Adiós a la arquitectura, planteaba una crítica fuerte al hecho de que la arquitectura estaba respondiendo fundamentalmente a lo económico. Pese a no haber estado inscrita, este trabajo ganó el premio nacional, porque, al verlo, Rogelio Salmona, uno de los jurados, no tuvo duda de que ese debía ser el trabajo ganador para un concurso cuyo nombre era La Calle para el hombre. 

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Fue también en la Universidad, y no en la casa, que Manuel Mejía, el gran amigo de su mamá, veinticinco años mayor que ella, la vio por primera vez como una mujer después de haberla visto por muchos años como una de las niñas de la casa de Caracas. Así comenzó un noviazgo que duró siete años “¿Y a mí el escándalo qué?”, les decía a sus compañeras cuando le contaban que la criticaban. 

Y un día fueron llegando los hijos; Mateo, María José, Adelaida y Valeria, y con ellos una maternidad feliz y amorosa, combinada con las clases y los proyectos de arquitectura, con las fiestas en Ziruma, la casa del Retiro que fue epicentro de la vida cultural de Medellín durante muchos años, y con las largas conversaciones con Manuel sobre la vida y sobre sus libros, en las que ella tuvo un papel fundamental por su amor a las palabras “que son una delicia” y por la estructura que le dio la arquitectura. 

Hasta que un día, sin que el amor se fuera, llegó la separación “para saber cómo es la soledad”, como dice la canción. La casa que era se hizo profunda. Siguió adelante con el cariño de sus hijos y se hizo buzo sumergiendo su corazón roto en el mar, que dice que siempre le devuelve la vida.

Hoy sigue activa en proyectos de arquitectura que realiza con su hijo Mateo, como la ampliación del Museo de Jericó (MAJA) y un teatro en Apartadó; no la desampara la guitarra, y en la pandemia grabó 222 videos con canciones para ponerle música al silencio de muchos. 

Es amiga de sus hijos, como lo fue ella con su madre, y a todos ellos los atraviesa el arte; en las manos tiene el poder de sanar los raspones de sus cuatro nietos que le alegran la vida. 

Canta Gracias a la vida, de Violeta Parra, sintiendo cada una de las palabras de esa canción. Y es que tiene la garganta conectada con el corazón, por eso no dice ni más ni menos de lo que siente y su voz suena grave y firme, como si tuviera mucho espacio en su interior. Espacio al que muchos se acercan buscando su abrigo y su luz. Ella es Dora Luz, una gran casa de Luz Dorada, como le dijera un día su tío León. Cuando pequeña se reconcilió con su nombre, nombre que desde entonces no ha parado de iluminar la casa que ella es.

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