Problema de estética y de origen, porque al decir de un sector de comerciantes, hay prácticas tolerables, naturales y hasta admiradas y otras que son objeto de rechazo. Y no es un asunto de lenguaje. No es lo mismo, creen, una prostituta de calle, una denominada prepago, una dama de compañía, un travesti o una masajista de happy ending.
Es la estratificación de un problema que en realidad no tiene clases. Es la indignación de un sector de ciudadanos que se encendió cuando se enteraron de que las trabajadoras sexuales del Lleras vienen del centro de la ciudad, o cuando se percataron de que aquí también hay transgeneristas ofreciendo servicios sexuales.
Y de la indignación pasan a la expresión violenta que fue puesta en común en esa reunión del 25 de mayo sin que nadie sintiera que había una pérdida de cabales que reseñar. Expresión que apunta a que si las autoridades no son capaces de controlar el fenómeno, habrá que recurrir al uso de una mal llamada y perversa “limpieza social”, como si esta ciudad no hubiera tenido suficientes lecciones de lo que desencadena la justicia por propia mano. En medio de esas expresiones, las autoridades posaron de sordas y mudas.
El Lleras vive una crisis social mimetizada entre glamour, rumbas y turistas; pero la mirada debe ser menos miope. No es un problema de imagen, de que los del Lleras “estén quedando mal ante el mundo”; o solo de pérdidas económicas; es de realidad de ciudad: explotación sexual de menores de edad, riesgo para la salud pública, disputa territorial entre los traficantes de alucinógenos o extorsión presentada bajo el pedido en apariencia inofensivo de “colaborémonos”. Una estructura que requiere el peso de la justicia, la formal, la de las leyes, además de acompañamiento social.
Si alguien cree que los problemas de una comunidad se resuelven ocultándolos o espantándolos, tarde que temprano el retorno de esas acciones presentará más dolor. La ciudad bien sabe de eso.