La importancia de atreverse

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La importancia de atreverse
En la casa de mis padres las ensaladas nunca fueron el fuerte de la dieta familiar

En general, podría decirse, que todos tenemos algunos alimentos que por una u otra razón nos abstenemos de consumir, práctica que mantenemos por años y años, hasta que un día cerrando los ojos, nos vemos obligados a consumirlos o a atrevernos a ello.
Esto bien podría ocurrir el día en que asistamos a un banquete oficial del que seamos el invitado principal y nos toque estar sentado a la derecha del oferente del evento, y de pronto, ¡puf!, por arte de magia, aparece ante nuestros ojos ese odiado plato de muchos años; que en mi caso podría ser una simple ensalada hecha con lechugas y tomate, ¿y entonces que Álvaro?; no se le puede decir al anfitrión: “sabe qué Señor Alcalde, yo de esto no como”; las buenas costumbres indican aceptar que hay que comérsela haciendo de tripas corazón y de pronto descubrir que el preconcepto no era válido y que estamos abriendo una puerta para disfrutar de nuevos sabores.
Tal vez Mafalda sea el personaje más emblemático del odio o rechazo por un plato específico de comida. Ella odiaba la sopa cuando tenía 7 u 8 años y que yo sepa, la sigue odiando 40 años después. Para ella el plato de sopa era la representación en vivo y en directo del potro de tormentos.
Las comidas que a lo largo de mi vida menos me han gustado, además de la susodicha ensalada y, para mencionar solo unas pocas, son: la sopa de arracacha, los sesos, la coliflor hervida y los erizos. A continuación comparto con el lector lo que encontré el día que decidí superar cada uno de estos traumas.
En la casa de mis padres las ensaladas nunca fueron el fuerte de la dieta familiar, pero el día que tocaba hacerlas, invariablemente eran hechas con tomates medio maduros partidos en cascos y lechuga campesina que estaban aderezadas con lo que se conseguía por esos años en Medellín: aceite vegetal de solla y vinagre blanco hecho a base de alcohol. Años después encontré que la odiada ensalada de mi niñez cambiaba sustancialmente si los tomates se pelan, se les sacan las semillas, se parten en pedazos pequeños, se mezclan con dos o tres tipos de lechuga, se entreveran trozos de queso muzzarella o cualquier tipo de queso fresco, se combina todo, se agregan unas hojas de albahaca fresca, un poco de pimienta negra recién molida, y una vinagreta hecha con una mezcla de aceite de oliva y un buen vinagre de vino obteniéndose así la deliciosa ensalada caprese.
El sabor medio dulzón pero desabrido de la sopa de arracacha, me hacía reaccionar como a la Mafalda de la imagen, hasta que en mi última visita a Medellín en un restaurante cercano a El Retiro su dueño me invitó a probar mi enemiga ancestral, y cómo le iba a decir: “Julián, yo de eso no como”, asesinando las buenas costumbres que me enseñaron en casa. La probé y encontré un caldo delicado, lleno de sabores escondidos y de amplias posibilidades sensoriales, digno de ser combinado con otros ingredientes no tradicionales, como por ejemplo costillitas de cerdo o frisoles verdes.
Cuando en casa se mencionaba que habría sesos, todos inmediatamente nos descomponíamos e inventábamos las excusas más inverosímiles para no comerlos: “que me duele el estómago”, “que tengo que ir ya al colegio porque el profesor va a dar una clase especial para explicar lo de la inmortalidad del cangrejo”, etcétera; mi madre a fuerza de bregas nos hacía probar un bocado pequeño, diciendo entonces: “¡Vio lo bueno que es!, además los sesos son muy saludables, etcétera” y uno obedientemente decía: “Sí mamá, tiene razón”, pero comía lo menos posible, aguantando estoicamente las historias de los niños que se morían de hambre en Biafra. Un día en un restaurante de Buenos Aires pedí unos ravioles con relleno de pollo y nueces; el plato llegó, lo probé y me encantó, a los pocos minutos llegó el mozo y me dijo: “Señor ha habido una equivocación de cocina, los ravioles que le servimos estaban rellenos de sesos y nueces, ¿quiere que se los cambiemos por los de pollo que pidió?” Justo es reconocer que a partir de ese día mi pasta rellena favorita es aquella que tiene sesos entre sus ingredientes.
Años ha, el día que al final de la mañana llegaba del colegio y encontraba la casa pasada al olor pungente de la coliflor hervida, yo quería desaparecer o inventar que inopinadamente había sido invitado a almorzar a la casa de un amigo y entonces hacer una dieta imprevista hasta la noche, con tal de no consumir este plato “nauseabundo”. Años después, estudiando cocina encontré que haciendo hervir unos pocos minutos la coliflor en agua abundante, separando luego las pequeñas cabezas o flores, mezclándolas entonces con una buena salsa blanca (bechamel), queso parmesano, nuez moscada, un poco de pimienta negra recién molida y poniendo toda la mezcla en un molde refractario, agregando al final un poco de mantequilla cortada en cubitos y llevándola a un horno bien caliente, obtenía algo muy diferente a la odiosa coliflor de mi niñez. Un día decidí hacer el mismo procedimiento con brócoli o con una mezcla de los dos vegetales y me encontré, en términos de sabores, ¡cerca del cielo!
Hace muchos años, en mi primer viaje a Chile, un amigo me invitó a almorzar al comedor del Hotel Carrera en Santiago, en ese entonces el más elegante y tradicional de la ciudad. Mi amigo me insistió que después del imperdible aperitivo de Pisco Sour, debería consumir como entrada unos erizos al natural; su fuerte olor y penetrante sabor a yodo hicieron que empezara a sudar frío, mirar fijamente a mi amigo, excusarme e ir a descansar unas horas al hotel. Después de esta penosa experiencia nunca volví a verlo y la frustración de no haber sido capaz de disfrutar de los erizos me acompañó por muchos años; pero hace unos pocos meses que nuevamente visité ese país, decidí, y después de pensarlo mucho, que era tiempo de reencontrar los erizos y doy fe de que no me he arrepentido de éste paso trascendental.
Ahora, afortunadamente, ¡me quedan pocos de estos fantasmas gastronómicos!
Buenos Aires, julio de 2009.

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