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La familia es vista por muchos como el más común de los lugares. Pero a los ojos de quienes trabajan en el ámbito de la salud mental, o de aquellos que van a los consultorios movidos por diversos tipos de problemáticas y sufrimientos, la familia es el menos común de los lugares; siempre ambigua y contradictoria, fuente de deleites y sufrimientos, de luces y de sombras. Todos tenemos una marca o huella familiar para toda la vida; esto es un hecho común y universal. Pero la forma en que esta marca es vivenciada, asumida o negada es un hecho particular de cada persona. Se puede mirar a la familia como un origen. Es el origen de la vida, pero también de una identidad con sus deseos, vocaciones, posiciones vitales, miradas, conflictos, taras, legados y maldiciones, entre muchas otras de las cosas que constituyen el alma humana y sus destinos. En este sentido son sus elementos fuerzas poderosas que nos configuran, determinan, impulsan o inhiben a lo largo de nuestra vida. Pero además de origen es un espejo que devuelve una imagen a quien la mira. Puede ser un espejo que congela la mirada y la vida, como el lago inmóvil que congeló la imagen de Narciso. Pero también puede ser un espejo que presenta un punto de partida para el auto descubrimiento y el crecimiento personal. Un verdadero y sólido camino de desarrollo es intransitable mientras no se restablezca la capacidad de mirar con nuevos ojos a la familia. Pero otra forma de mirarla requiere de quien la mira una gran combinación de amor y valor. Amor para entregarle su atención y dignificarla; valor para aceptar la diferencia, asumir positivamente las crisis, el conflicto y las sombras que entraña en su seno. Exige un trabajo de crecimiento en la libertad, en la humildad, en la justeza, en la aceptación de sí mismo y del otro y, en última instancia, en la claridad de la consciencia con que se asume. Tal vez para dicha tarea sea necesario re-imaginarla. Liberarla de esa imagen de perfección y armonía que mutila sus realidades más humanas y niega el conflicto y la diversidad. Liberarla igualmente de aquella obsesión por el confort y la ausencia de dolor que tanto sufrimiento engendra. Sería necesario otorgarle una imagen que no sea como una cáscara que retiene y determina, sino la de un árbol cuya raíz se hunde en una oscuridad llena de secretos, fantasmas y monstruos, pero también de verdades nutritivas que pueden fortalecer nuestra vida, llenarla de sentido y expandir el horizonte de nuestra consciencia. Solo una imagen semejante sería justa con la fuerza creativa que entraña la familia. Por eso estoy de acuerdo con Jean Coucteau cuando decía que: “Un pájaro canta mejor en su árbol genealógico”. Agregaría que un árbol genealógico visto con atención, nunca es un lugar común.Próxima entrega, La crisis: un motor para el desarrollo de la familia a través del ciclo vital familiar
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