La Cultura, con mayúscula, la definen algunos como el conjunto o acumulado de obras materiales o producciones metafísicas del llamado “ser humano”, rastreadas o de las cuales se encuentran huellas desde hace unos quince mil años (las cuevas con bisontes y venados pintados). La Cultura engloba todo lo bueno y lo malo que ha salido de las manos y mentes del Homo Sapiens desde entonces, desde la perdida Atlántida citada por Platón, las pirámides de Egipto, el pensamiento griego, Leonardo, Bach y Mozart, Stephen Hawking, hasta la bomba de neutrones y el vallenato.
La Cultura es extraña. Leonardo da Vinci fue un artista extraordinario que pintó cinco lienzos y un mural pero se preciaba sobre todo de ser científico de la Naturaleza, y el ingeniero e inventor de artefactos de guerra más original y visionario de la historia. Sus maquetas de máquinas mortíferas se pueden ver en Colombia en estos días. Si nos atenemos a cerrar la palabra cultura en sólo lo que se refiere, digamos, al arte y la literatura, el espectro de abarcamiento podría cerrarse en tres mil años netos. Hay artistas u hombres cultos cuyas obras han desaparecido durante siglos y que sólo han sido descubiertas y valoradas hace poco. La primera novela propiamente dicha, “La Historia de Genji”, de la princesa-cortesana japonesa Murasaki Shikibu, fue escrita hace mil años y olvidada hasta el siglo 20. La Cultura se mueve y vive tan lento como las centenarias tortugas de las Galápagos, hoy vivas, que vieron llegar a los primeros bárbaros españoles.
El trabajo de La Cultura en la conformación de la identidad de un pueblo cualquiera es entonces asunto de pura paciencia, como decía Bolívar, “de arar en el mar y edificar en el viento”. En los años 90 a los estadísticos de Planeación Nacional se les ocurrió medir “el impacto inmediato, a mediano y largo plazo” de los proyectos y eventos culturales según el número de personas que asistían o posiblemente “asistirían” a cada evento dos años después. Los encargados artísticos de las instituciones públicas teníamos que llenar por anticipado inmensos formularios adivinando cómo la “cultura colombiana” se vería beneficiada, digamos, con un concierto clásico. Con el argumento de “poco público impactado por cada concierto contra presupuesto invertido” cerraron por ejemplo la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia.
En estas cosas de la cultura y sus efectos a largo plazo venía “creyendo pensar” hace poco, cuando bajaba una noche desde la Biblioteca de Santo Domingo Savio, donde había participado en un evento. Desde lo alto del Metro-cable se divisa en todo su esplendor eléctrico el valle que habitamos, desde los confines de Bello hasta La Estrella. La inmensidad del trabajo conjunto que hacemos en pequeño cada uno de los “agentes culturales” por separado día a día, se ve sin embargo como un granito de arena en el gran desierto de la “formación identitaria paisa-jística. ¿De lo que hacemos ahora, quedará algo en 500 años? El nombre de nuestro valle es una curiosa mezcla cristiano-pagana cuyos efectos semánticos posiblemente padecemos: “San Lorenzo de Aburrá” comprende al cacique que gobernaba estas verdes tierras de los perros mudos y al santo sacrificado en Roma en el año 258, y es una cruel metáfora de la validez o “impacto” del trabajo cultural enfrentado a la tontería de los estadígrafos: En Medellín, todos los días miles de papeles culturales, afiches, invitaciones, programas, catálogos de exposiciones son arrojados a la basura por gentes “muy cultas y muy importantes” que nunca asisten a nada. Trabajar para la Cultura es como arder en el fuego lento del mártir. Leamos: “Según la leyenda, San Lorenzo fue quemado vivo en una hoguera, concretamente en una parrilla, cerca del Campo de Verano, en Roma. Se dice que en medio del martirio, exclamó: “Assum est, inqüit, versa et manduca” (‘ya estoy asado por este lado, dénme vuelta y coman’)”. Este podría ser nuestro lema. La parrilla usada en el martirio fue guardada en la iglesia de San Lorenzo de Lucina.” Un adorable “objeto cultural”.
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