La quietud impuesta por la pandemia nos sirve para afinar la mirada y confirmar que lo único visible son nuestros comportamientos. Es por eso que debemos entrenarnos en el arte de conversar para poder sintonizar nuestros pensamientos, interpretaciones y deseos con los demás. La inmensa mayoría de los conflictos nacen porque olvidamos que los significados son construcciones sociales, en lugar de definiciones en diccionarios.
Basta hacer la prueba y comparar cómo cambian nuestras emociones, sentimientos y opiniones frente a palabras tan plásticas como lejos, caro, bonito, temprano. Una persona de 20 años usa la misma palabra “fea” que a mí no me dejaban usar mis padres para algo completamente distinto, como, por ejemplo, exaltar la calidad de algo. Entonces, ante semejante posibilidad de malas interpretaciones y riqueza de significados, es urgente ponernos de acuerdo, porque la vida se resuelve conversando.
La conversación tiene un poder maravilloso porque se convierte en todo un alambique para la convivencia, porque poliniza, es decir, lleva vida, sentido, entendimiento, de un lado a otro. Esa habilidad comunicacional no cae del cielo. Debemos entrenarnos y vale la pena advertir que es más fácil proponerlo que lograrlo. Una primera clave, sencilla y fácilmente aplicable, para comenzar, es dudar de nuestra propia mirada. Esto equivale a darle al otro la posibilidad de que nos convenza con su riqueza argumental, es decir, es igualarnos y respetar al otro como interlocutor válido. La gran torpeza está en suponer que esa actitud abierta a lo dialógico, a la otredad, nos resta respeto y dignidad, cuando en la vida práctica lo que hace es crecernos en confianza y credibilidad.
Otra clave esencial está en aprender a escuchar. La tarea aquí es un poco más difícil, porque nuestra mente corre como loca a preparar lo que responderemos y, mientras eso pasa, estuvimos sordos a lo que el otro necesitaba y quería decir. Es la incapacidad para el diálogo a que se refiere Gadamer.
Existe una bella palabra griega: filoxenia. Resulta de sumar las palabras “amor” referida a los amigos (fphilos) con forastero (ksénos). El resultado es amabilidad, hospitalidad, amor desinteresado. Es exactamente la misma idea de la cultura india cuando afirma que Dios se esconde detrás de cada extranjero que llega. La invitación es, entonces, a practicar y alimentar en casa y en el vecindario los vínculos de igualdad y de solidaridad. Lo natural no puede ser el rechazo y la invisibilización de lo diferente, mucho mejor girar hacia la mirada de lo otro como lo asombroso, lo distinto que se reconoce e incluye, a la manera de la hospitalidad griega.
Que la distancia física y el tapabocas no se nos vuelvan pretexto para olvidarnos de estar atentos al entorno, ya que podemos advertir necesidades y urgencias vitales que se callan por vergüenza, por ego, por dignidad. No solo hay hambre muy cerca, sino, además, soledad, tristeza, enfermedad, angustia, que podemos ayudar a sanar con respeto y sin ruido. Sí es posible, por supuesto, formarnos para la ciudadanía y para la ética cívica si caminamos en el entre-aprendernos, como decía don Simón Rodríguez. Esto lo lograremos a través de conversaciones francas, confiadas, generosas, primero con la familia y luego en el vecindario.
De esa manera se construyen proyectos colaborativos y solidarios que permitan, sin sacar la filosofía del cuidado de los espacios privados, impactar los espacios públicos. Esas son las pequeñas acciones de la paz y la Noviolencia que todos podemos adelantar para aprender a cuidarnos juntos, a vivir juntos sin invadirnos. Como dirían nuestras madres paisas: se trata de algo tan sencillo como “coger oficio” y declararnos al servicio de los demás, porque constituyen parte esencial de nuestra alegría y privilegio de existir.