La boda negra
Por Juan Sebastián Mora Eusse
Esta es la historia de un hombre con nada que perder, excepto a sí mismo. La alegría y la desdicha se confundían en su rostro. Era un manojo de inseguridades. El suyo era el juego eterno de menospreciar lo propio y languidecer por lo ajeno, para luego valorar lo que una vez fue suyo y desinteresarse por lo que hace poco anhelaba.
La fecha de matrimonio estaba fijada para el 24 de noviembre. Ese día se cumplían tres años de la tarde nublada en que la conoció en el bar La Esmeralda. En ese bar, muy cerca de la iglesia donde iba a casarse, decía haber vivido “los mejores años de su juventud”.
Su futura esposa era bella, sofisticada a su manera, y dotada de un sentido del humor tan negro como el suyo, cualidad que le fascinaba y aterraba al mismo tiempo. El deseo de ella era vestir de negro en la boda. Familia y amigos la habían criticado hasta al cansancio. Así eran las ocurrencias de la novia: divertidas, perturbadoras.
Al fin llega la hora. Continúan las burlas y las críticas por el vestido de la novia. Pero son cada vez menos notorias. El arroz llueve. Marido, mujer e invitados se dirigen a Los Abedules, la hacienda donde él pasó su infancia.
La parranda era ruidosa. El padre había contratado una de las papayeras más costosas del país. La hija tuvo que aceptarla a regañadientes. Ella detestaba con pasión la música tropical. Los rostros de los novios parecían felices.
Después del brindis y demás rituales típicos de las fiestas matrimoniales, el novio cayó en una de sus encrucijadas mentales. Su nuevo compromiso batallaba con la idea de la libertad que perdía. Justo en ese momento, cuando la libertad parecía derrotada, sentía que aún era posible retenerla.
“Voy al baño”, dijo.
Se escabulló por una de las puertas traseras. Allí se abría un frondoso bosque que conocía de memoria. Más allá estaba el barranco, en cuyo borde muchas veces se había sentado a reflexionar.
La novia también desapareció. Las copas de más la condujeron a una de las habitaciones donde se sumió en un profundo sueño o, al menos, eso sostuvo ella al día siguiente.
Después de dos horas, nadie sabía el paradero de los recién casados. Entonces, del bosque emergió el novio. Su traje blanco estaba cubierto de lodo. Habló con agitación a los pocos invitados que seguían despiertos en el corredor.
“Tienen que acompañarme al bosque, ya mismo”.
Al principio, los borrachos se rieron.
“No lleva ni medio día de casado y ya se quiere volar”.
Pero algunos empezaron a alarmarse con la palidez fantasmal y el gesto preocupado de su amigo. Buscaron linternas y se adentraron en el bosque. Trataban de seguirle el paso al novio, quien corría entre los pinos y solo se detenía para no perderlos de vista.
Los sonidos del bosque y la oscuridad reducían el efecto del alcohol en los improvisados expedicionarios. El silencio se apoderó del viento. Los pinos se evaporaron. Al final de la carrera, el novio se detuvo en el borde del barranco y les gritó:
“¡Aquí, aquí está!”
Un escalofrío recorrió sus cuerpos. El novio yacía en el fondo del abismo, con su vestido blanco cubierto de lodo. Invadidos por una intolerable sobriedad, los invitados buscaron la figura que los había guiado hasta allí. Había desaparecido.
Mientras tanto, en la casa, la viuda limpiaba de lodo y de hojas su vestido negro. Sabía que al día siguiente iba a necesitarlo.