Una educación para el cuidado nace del reconocimiento de nuestra naturaleza frágil y vulnerable. Si comprendemos y aceptamos nuestra absoluta incompletez e imperfección entenderemos la urgencia de los otros en nuestras vidas para constituirnos de mejor manera. Configuramos unidad a la manera del bosque que sobrevive porque comparte todos los nutrientes de una misma tierra a través de sus raíces y ramas, enfrentando todo tipo de adversidades y aprovechando, además, las oportunidades. Este cultivo del cuidado favorece la cultura de la convivencia y el bien común.
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Dos bellas expresiones andinas que nos pueden dar algunas guías para este cultivo son “Suma Qamaña” y “Sumak Kawsay”. Ambas han sido traducidas del aymara y del quechua como “Vivir en Plenitud” o “Buen Vivir”, y se refieren a unas condiciones de armonía, equidad, equilibrio, solidaridad, respeto. Estas ideas son muy distintas a lo que usualmente entendemos como “vivir bien”, el cual hace referencia a valores más cerrados y egoístas.
Para cultivar esa cultura del cuidado nos enfrentamos al gran reto de hallar unos principios de convivencia que permitan una ética ciudadana, donde, a pesar de las legítimas diferencias de opinión, nos encontremos en unos valores compartidos, impulsados y respetados por todos, como, por ejemplo, el supremo valor de la vida, sin distinciones de ningún tipo. Ese es el “Ahimsa”, el no daño y la Noviolencia en la cual se basó la filosofía del Mahatma Gandhi. Una de las claves centrales para acercarnos a esta filosofía de la vida es aprender a distinguir entre hechos y opiniones.
Los primeros son concretos y tangibles, como, por ejemplo, las dimensiones de un salón. Sobre ese mismo espacio físico podemos tener diversidad de opiniones, sensaciones, emociones, interpretaciones, juicios, porque los espacios comunican. Nos puede parecer lindo o feo, acogedor o agresivo, fresco o caluroso, íntimo o demasiado público. Como quien dice, nuestras sensaciones hacen que la experiencia entre unos y otros sea absolutamente distinta, aunque se trate del mismo espacio físico. El asunto se complejiza cuando hablamos de política, religión, arte, deportes, porque confundimos más fácilmente esas emociones y opiniones profundamente personales con hechos. Esa es la fuente dolorosa de grandes violencias y maltratos.
Heráclito llega en nuestro auxilio para recordarnos que cuando hablamos de opiniones, sensaciones, emociones, y no de hechos, una verdad puede ser lo contrario de otra verdad. La verdad absoluta no le pertenece a nadie, sino que es más bien una construcción colaborativa de todas las luces que agregamos para encontrar, sino verdades, por lo menos acuerdos que nos permitan vivir en armonía, aprovechando la importancia y potencia de lo distinto, de lo heterogéneo, de la simbiosis creadora. Es por eso que podemos afirmar que juntos somos más sabios. Por la misma razón vale la advertencia de no confundir el mapa con el territorio.
Lo que se pinta a través de los medios de información a los que accedemos está, necesariamente, mediado por intereses de todo orden. Al decir interés no debemos cargar la palabra de peligro, de sospecha, sino más bien de tendencia, de postura. El peligro real aparece si convertimos esa sola mirada en la única. El efecto de caer en ese simplismo es que nos volvemos carne de cañón para todo tipo de fundamentalismos, vengan de donde vengan. Muy importante, entonces, aclarar y reconocer esos mapas, pero jamás confundirlos con el territorio real de lo que acontece allá afuera. La recomendación es sumar varios mapas con los territorios concretos para construir nuestro propio criterio interpretativo y no pecar de ingenuos. Urge afinar la mirada y el oído para comprender que podemos estar equivocados, que juntos somos más sabios, que solo un mapa no es suficiente.
A lo anterior podríamos agregar algo que tienen los niños y, lastimosamente, perdemos mientras crecemos. Me refiero a su enorme capacidad de sentir, pensar y actuar sin resentimiento, lo que los pone en un nivel alto de liderazgo de la Noviolencia. Y no se trata, para nada, de proponer la candidez, que puede confundirse con estupidez, sino más bien hacer de la bondad y la compasión instrumentos principales de las relaciones sociales. En ese caso es mucho mejor ser reconocidos por bobos que por vivos. Es más gratificante para nuestra humanidad. Para testimoniar con hechos lo dicho, basta mirar y admirar a los cientos de colectivos de Medellín que vienen de muchísimo tiempo atrás trabajando duro y en silencio por un buen vivir para poblaciones maltratadas, sin oportunidades y en condiciones indignas. La lista es interminable, pero puedo empezarla para que el lector agregue todo lo que conoce e ilumina de esperanza esta dura realidad. Préstame Tus Ojos, de la Universidad de Antioquia; Te Llevamos, Redepaz, Fundación Gandhi, Penca de Sábila, Azul Ilusión, Desearte Paz, Colombia Noviolenta, Mesa por la Vida, Grupo Puentes, Madres de la Candelaria, Lunes de Ciudad, Tiros de Esquina.
Capítulo aparte merecerían las fundaciones empresariales que ponen el foco en apoyar proyectos educativos, de protección de niños y ancianos. Esa lista es tan larga como las necesidades que buscan, sino solucionar, por lo menos amainar, para sobrellevar la existencia dura de tantos a nuestro alrededor. Son verdaderos multiplicadores del bien y practican aquello de que lo único observable de los seres humanos es su comportamiento. Con buenas intenciones y aplausos no alcanza para nada. Hay mucha gente común haciendo lo extraordinario, aunque rara vez lo veamos en el mapa de los medios. Si lográramos que esos milagros escondidos sean más visibles, podríamos inspirarnos todos, ser más sabios juntos y más fuertes, como el bosque.