Se acaban los Juegos Olímpicos de Tokio, unas justas particulares, no solo por la singularidad de estar enmarcadas por la más grande pandemia que ha afrontado la humanidad en los últimos cincuenta años, sino porque en la mente de todas las personas en el mundo estaba la expectativa de vivir, – aunque fuese a la distancia -, las Olimpiadas más modernas y coloridas, dignas de una nación insigne por sus desarrollos tecnológicos.
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No obstante, estos juegos mostraron, más que un despliegue de máquinas con inteligencia artificial, el de unos deportistas de carne y hueso, con claras muestras de humanidad, representada esto en profundas reflexiones realizadas por los deportistas acerca de lo que ocurre tanto en el exterior de ellos con sus rivales, como por las profundas batallas que estos libran internamente fruto del escozor, el miedo y la locura que imprime el tener toda una región, todo un país o todo el mundo con los ojos puestos en ellos, ojos que no aceptan, ni se conforman con nada que sea menos que una medalla de oro.
El abandono prematuro de dos de las competencias que afrontaría la gimnasta norteamericana Simone Biles, una de las más esperadas figuras de estas olimpiadas, prendió las alarmas de la tensión a la que estaban siendo enfrentados los deportistas; esos que, lejos de ser robots infalibles, están hechos de pulsiones gobernadas por estados de ánimo cambiantes, por cuerpos que se resienten y se resisten a funcionar todos los días de la misma forma, pulsiones que negaron nuevamente una medalla al jugador número uno del tenis mundial, el serbio Novak Djokovic, o a la colombiana Mariana Pajón, imbatible en las mangas clasificatorias y que, a la postre, alcanzaría la presea de plata.
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Por un centenar de relatos como estos, las Olimpiadas de Tokio 2020 pasarán a la historia como las más sobrecogedoras, al poner frente a frente a una humanidad sensitiva expuesta a fallos, perversiones, tristezas y desdichas, unas justas que desnudaron al hombre frente a la máquina, esa que le exigía la perfección de ser un ganador único, lo cual fue refutado ante la renuncia de un par de amigos – Gianmarco Tamberi de Italia y Mutaz Essa Barshim de Qatar – que compartieron la medalla de oro, y a los cuales no los pudo separar esa falsa ilusión que resulta proclamarse como ser el mejor, el número uno.
Alienta ver como ¡aún somos humanos¡