Su apartamento es el paraíso de los mayos y los azulejos, que llegan de visita en busca de plátano maduro, agua azucarada y papaya.
Ese entable que puso Jota Enrique en la ventana no se parece mucho a la barbacoa de chamizos que su mamá mantenía en la casa campesina para atraer a los sinsontes, pero sí evoca recuerdos lejanos grabados en el alma.
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Después de 46 años de trasegar periodístico, con todos los premios, los eventos y las historias habidas y por haber, Jota Enrique Ríos decidió en sus años de jubilación retomar la vida sencilla y contemplativa de la infancia, malcriando pájaros y cultivando orquídeas.
“Yo me he muerto cinco veces”
Un recodo feliz que encuentra en su memoria, entre otros tantos momentos de privaciones y dificultades que, en vez de doblegarlo, le dieron toda la entereza para forjar una familia de cinco hijos y seis nietos, y una enorme empresa periodística, sin haber terminado siquiera sus estudios de bachillerato.
Tenía ocho años cuando su familia se instaló en Virginias, un corregimiento de Puerto Berrío, y ese día, un sábado, según recuerda el memorioso Jota Enrique, conoció, al mismo tiempo, el tren, la luz eléctrica, las cantinas y las cometas.
Hasta ese momento, su mundo eran las vacas que debían ser ordeñadas, las niguas que se empeñaban a crecer entre los dedos de los pies, las gallinas que ponían sus huevos en secreto. La capacidad de asombro de este niño, de padres campesinos, no tenía límites, y le sirvió para aprovechar cada momento y cada oportunidad que le trajo la vida.
Una tía monja fue la que propuso el camino para el niño Jota Enrique, el más avispado de los cinco hijos de Pascual y Blanca Inés: ser cura. La foto en sepia que preside la entrada de su apartamento es reflejo de ese momento: internado en el Seminario de Misiones de Yarumal, mirando al frente, hacia adelante, con ganas de quitarse la sotana negra para salir a comerse el mundo.
De una manera inesperada lo logró, según cuenta, porque, no obstante ser el mejor estudiante, fue expulsado al no ejercer “la obediencia debida y callada”. Una ruptura abrupta del proyecto de vida que su familia había inventado para él.
Y entonces la vida dio un vuelco: con solo 14 años, el aspirante a seminarista que había aprendido a defenderse en el mundo hostil del internado decidió aventurarse a buscar oficio en Medellín. Empezó en una fábrica de hielo. “¿Usted qué sabe hacer?”, le preguntó el dueño. “Yo sé rezar en latín”. De poco servía ese conocimiento en el hervidero de las calles cercanas a la estación del tren, pero a Jota Enrique le sobraban ganas, y allí encontró, además de trabajo, un espacio para dormir, en una cava, sobre costales rellenos de cisco. Cada labor encomendada era un reto, un aprendizaje, un escalón más. En poco tiempo, ya era el mensajero de la Botica de Los Isaza, donde inició su amor por el ciclismo, un deporte que compartió pedal tras pedal con otro mensajero llamado Martín Emilio, quien más tarde se haría conocer como Cochise.
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Del ciclismo como herramienta de trabajo pasó al ciclismo como deporte; y de ahí, al ciclismo como pasión. De pronto, Jota Enrique empezó a plasmar en palabras lo que sabía y lo que amaba, como un experto del tema, en el periódico El Correo, en 1958. El muchacho que había llegado a una ciudad desconocida, cuatro años antes, buscando qué hacer, ya había encontrado el oficio del que viviría el resto de su vida.
Del periódico pasó a Vea Deportes, al diario La República, a El Colombiano, a la Agencia EFE y a Radio Sucesos RCN. En 1975 fundó el Noticiero Económico Antioqueño, “sin saber nada de ese tema”. Su idea fue crear un programa de radio didáctico, “para aprender yo, y enseñarles a los oyentes”.
En los últimos 20 años, el NEA fue un espacio obligado para los empresarios en la emisora de la Cámara de Comercio de Medellín, al tiempo que en Teleantioquia se emitían, con alto rating, sus Chivas Económicas: “Hasta aquí las de hoy, nos vamos a engordar las de mañana, brrr”.
En el inventario de historias de Jota Enrique Ríos está muy lejos el muchacho que tenía que caminar a pie limpio el trayecto de hora y media hacia la escuela rural, y que creció al lado de un padre que dilapidaba en aguardiente y naipes lo poco que tenían, porque “adquirió una habilidad impresionante para perder siempre”.
A sus 81 años recién cumplidos, este periodista que se ganó tres Premios Simón Bolívar y asistió a 27 asambleas del Fondo Monetario Internacional sin haber pasado por la universidad, se considera un sobreviviente: “Yo me he muerto cinco veces”. Ahora se ufana, con el mismo orgullo, de las orquídeas que ha sembrado a la entrada de su urbanización y del colibrí que llega de visita, puntual, cada tarde, a su ventana.