Javier Gómez, pionero de los gimnasios en Medellín
El Poblado es prolífico en personajes emprendedores, pioneros en cientos de actividades y con muchas historias para contar. Uno de estos habitantes es Javier Gómez, amante del deporte, quien le dejó un eterno legado a la ciudad: los gimnasios.
Si a alguien le debe Medellín su goma por los gimnasios es a Javier Gómez, quien con El Molino del barrio Laureles fue el pionero de estos centros de acondicionamiento físico en el año 64. Hasta ese momento la única oferta era el Gimnasio Universal, poco recomendable para quien no quisiera convertirse en una especie de Tarzán urbano o Charles Atlas criollo y exhibir músculos escandalosos en una ciudad tan moderada como era Medellín por aquella época. La otra opción era la sosa gimnasia de los colegios, que no hacía mucho había dejado de llamarse calistenia.
El Molino empezó como piscina, con clases de natación, porque Javier Gómez era, ante todo, nadador. Nacido en Jericó en 1939, uno de sus pasatiempos era caminar un largo trecho hacia un charco que por casualidad también se llamaba El Molino, para nadar y hacer, de manera empírica, sus pinos en el buceo, actividad que todavía hoy practica, pese a ser convaleciente de una afección cerebral. Si es que precisamente fue el ejercicio físico el que le ayudó a superar un mal, ante el cual un organismo menos ejercitado hubiera sucumbido. Pero ese es otro cuento.
De Jericó a Medellín
A los 12 años se trasladó a vivir a Medellín y estudió en el colegio San José, donde había una de las pocas piscinas de la ciudad. En ella, y sobre todo en la del Club Campestre, se convirtió en un gran nadador. Hizo parte de la Selección Antioquia de Natación, fue campeón nacional y participó en varias competencias internacionales. Le mezcló a esos deportivos años juveniles, eternos estudios de derecho en la U. de A., donde pese a estar nueve años no terminó, pues tan nulo era el apoyo al deporte que le ponían falta hasta cuando representaba al departamento en los campeonatos. Fue también profesor de educación física y natación del colegio Teodoro Hertzl, donde bajo su tutela los alumnos adquirieron renombre como nadadores. Por eso cuando empezó El Molino, no necesitó publicidad distinta a la de boca a boca para que rápidamente se matriculara un número significativo de pupilos. Allí tuvo sus inicios la primera liga de natación de Antioquia.
La herejía del sauna
Pero el mayor auge de El Molino llegó de la mano de lo que a mediados de los sesenta fue toda una rareza: el primer baño sauna público de Colombia. La locura fue total, los turnos en El Molino no daban abasto para atender a políticos, industriales, colonias de extranjeros, italianos y judíos, deseosos de disfrutar los beneficios que culturas milenarias ya habían descubierto. Claro que no fue fácil porque surgieron detractores y al joven Javier le tocó ir en persona a explicarle a una docena de médicos de una de las clínicas más prestigiosas de la ciudad, en una época cuando lo que opinaran los médicos era palabra divina, que el sauna no era malo como pensaban y, lo peor, decían, que ese concepto de que el acalorado que se baña en agua fría se tuerce, estaba mandado a recoger y que, todo lo contrario, era bueno para la salud y hasta para la higiene personal. Los convenció y El Molino siguió viento en popa.
El auge de los aeróbicos
A principios de 1972 empezaron los cursos de buceo y se creó en El Molino el primer grupo de esta actividad en la ciudad. Más adelante, se sumaron las clases de gimnasia, en un principio sin pesas ni aparatos, “brincando, bailando y haciendo los famosos aeróbicos de alto impacto”, promovidos por el socio de Javier, Luis Fernando Arenas, los cuales se convirtieron en una verdadera fiebre. Cada día más personas llegaban a El Molino, convencidas de que el ejercicio era saludable física y mentalmente y mejoraba la figura. Las actividades empezaban a las seis de la mañana y terminaban a las diez de la noche. El negocio no dejaba de crecer. La sede de Laureles no fue suficiente y debieron abrir sucursales en los clubes Campestre, Rodeo y Medellín. Como no bastaba, nació también El Molino, de El Poblado, un derroche de instalaciones y aparatos. Pero todo tiene su tiempo. El expandirse demasiado fue, a la larga, inconveniente: crear Molinos en Bogotá, Cali y Manizales, administrados por terceros, no fue un buen negocio para sus dueños; en esos palazos de ciego, uno de los socios hasta intentó cambiar el posicionado nombre por otro que jamás llegó a pegar y que incluso ahora cuesta recordar. Total, un cuarto de siglo después de creado, vendieron El Molino y un nuevo dueño aprovechó el prestigio. Sin embargo, El Molino original ya había forjado historia y abierto brecha, pues detrás suyo surgieron muchos otros centros de acondicionamiento físico. Un mercado que logró consolidarse a tal punto que hoy la mensualidad en un gimnasio es uno de los rubros sagrados en la canasta familiar de más de un medellinense.
La muerte dulce
Aunque un poco distante de la figura atlética y bronceada que lo distinguió muchos años, cuando además era motociclista de recorridos internacionales, Javier Gómez no para de soñar. Ahora quiere impulsar un centro de deportes extremos en su Jericó natal, pero necesita quijotes que lo secunden. Pese a los consejos médicos, sigue nadando y buceando. La última aventura fue en Malpelo, en enero, y planea muchas más. Ama el sol, el viento, el frío, el calor, la naturaleza en todas sus manifestaciones y, sobre todo, el agua. Por eso considera un privilegio que el día señalado, la ineludible muerte lo encuentre bajo ésta. Podría entonces decirse que como vivió murió.