Conozco a un hombre que tiene un perro condenado a vivir en una jaula. Es una jaula pequeña, no más de tres metros en cada lado, con una especie de gruta que le sirve de refugio para la lluvia y el sol, un plato para la comida y una piedra cóncava para recoger el agua. No es más. El perro nunca sale. Es un perro triste, tristísimo, tan triste como un animal enjaulado.
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Del hombre no sé nada. No sé cuál es su nombre, pero en mi cerebro se repite un “viejo miserable” cada vez que oigo cómo le grita para que deje ladrar o le dice de malas maneras que se haga a un lado para servirle la comida. Le tiene miedo -se le nota- no vaya a ser que un día el perro logre escapar o se atreva a morder la mano que, de mala gana, le da de comer.
Me pregunto cómo el hombre decidió enjaular al perro. Tal vez el animal no fue lo que él quería. Tal vez era uno de esos perros que, libres, terminan persiguiendo motos, molestando a los vecinos, ladrando a los colegiales que pasan en las mañanas por el frente de la casa. Un perro de esos que avergüenzan al amo, incómodo, difícil de manejar, con mucho carácter, con mucha fuerza. Y los humanos aprendimos la lección: es más fácil encerrar a las bestias que intentar lidiar con ellas.
Entonces pienso que ese viejo miserable somos nosotros. Peleando con nuestros demonios, enjaulando a nuestras fieras, silenciándolas y confinándolas. Que no nos hablen, que no se atrevan a mostrarnos los dientes. Que la vida siga sonriendo mientras ellas –las bestias que viven en nosotros– siguen respirando el aire sucio de sus miserias.
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Son las siete de la mañana. Apenas escampó después de toda una noche de lluvia. El hombre golpea la reja para que el perro se aleje y así él puede servirle la comida. No se mueve la cola de ese perro triste, tristísimo, cansado de ladrar. Los dos se miran de reojo, se huelen el miedo. Nadie les ha dicho todavía que, tarde o temprano, llegará el día en que la puerta quede abierta.