Invertir en donde empieza el futuro

Deiler tenía 14 años cuando su padre los abandonó. Era el mayor de los hermanos en una familia afrocolombiana de escasos recursos en el Urabá Antioqueño, a principios de los 2000.

¿Cómo se imaginan que continúa la historia?

Lo que más amaba Deiler era el fútbol, jugaba con la “pelaera” todas las tardes, casi siempre descalzo, recuerda. Allí encontraba un refugio y una gran familia fuente de alegría.

Sin embargo, tuvo que hacerse adulto antes de tiempo y asumir las tareas del hogar mientras su madre salía a buscar el sustento. Sin poder pagar un arriendo, se vieron forzados a vivir en un albergue improvisado, con una sola cama, en un lote que les facilitó la iglesia a la que pertenecían en Carepa.

Como suele sucederles a los jóvenes en aquel contexto, pronto recibió una propuesta para iniciarse en actividades ilícitas. Era una alternativa tentadora para alguien que, a su edad, llevaba un gran peso sobre sus hombros y veía en ello una forma de subsistencia rápida y aparentemente fácil.

Pero esta historia no siguió el rumbo que muchos esperan en una región don de muchos niños y niñas crecen solos, pues sus padres deben salir antes de las 5:00 a.m. a trabajar en las bananeras y regresan solo cuando está oscuro. Alguien cambió la historia, alguien que estuvo cerca desde que estaba muy pequeño y que hizo que no se sintiera solo en un momento de extrema vulnerabilidad. Para Deiler, ese alguien fue, en palabras de él, su amigo, su confidente, su padre: Luis Enrique Noriega, su entrenador.

Su abrazo hizo que Deiler volviera a la escuela, retomara los entrenamientos y tomara una mejor decisión: convertirse en lustrabotas, gracias a una caja de embolar que le regalaron, y que le permitió aportar a los gastos de su hogar. Años después, fue contratado como entrenador de fútbol en su municipio.

El protagonista de esta resumida historia, Deiler Santos Perea, hoy gerente del Instituto Municipal de Deportes de Carepa, fue salvado por la solidaridad y la benevolencia de alguien que, gracias al deporte, pudo estar cerca cuando más lo necesitaba. Un hombre que, hasta el día de hoy, como muchos otros entrenadores en Colombia, pasa la mayor parte del tiempo con niños, niñas y jóvenes, ejerciendo una gran influencia en sus vidas y desempeñando un rol fundamental en su comunidad.

Desafortunadamente, una infinidad de veces, el impacto de lo cotidiano es difícilmente visible en la evaluación costo-beneficio de una política social, lo que no lo hace menos importante.

Que visibilizar esta historia sea un homenaje a estos dos hombres valientes y aquellos que se ven reflejados en ella, en un país donde cerca del 73 % de los entrenadores tienen entre sus beneficiarios a víctimas del conflicto, alrededor del 63 % atienden población migrante y cerca del 30 % trabajan con hijos de excombatientes desmovilizados, según el Grupo Internacional de Paz, organización especializada en el deporte para el cambio.

La mayoría de estos entrenadores no cuentan con un contrato de trabajo y su principal ingreso proviene de las contribuciones hechas por las familias en comunidades de bajos ingresos. Sin embargo, todos los días salvan vidas.

Quizás la deuda que el Estado tiene realmente con el deporte no es aquella que está apareciendo en los titulares, sino la que se esconde en estas historias, donde una palabra o un abrazo pueden significar la diferencia entre perderse o encontrar un camino. La verdadera prioridad: invertir en donde empieza el futuro.

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