En Colombia, emprender muchas veces se parece más a una carrera de obstáculos que a una ruta de crecimiento. No por falta de talento. No por falta de ideas. Sino porque, en muchos casos, el marco regulatorio no solo no acompaña… sino que estorba.
La innovación —esa palabra que tanto repetimos en discursos— no sucede en el vacío. Necesita un terreno fértil para crecer: reglas claras, tiempos razonables, instituciones ágiles y ventanillas abiertas. Pero hoy, en lugar de políticas públicas que habiliten, seguimos teniendo normas que desactualizan, que limitan, que obligan a los emprendedores a moverse en una especie de “zona gris” legal para poder hacer algo distinto.
Y eso no debería ser así.
Las reglas son necesarias. Pero cuando las reglas no entienden el cambio, lo detienen. Lo ahogan. Lo empujan a la informalidad o a otros países. Basta con mirar cómo muchas fintech, startups de salud, plataformas de economía colaborativa o empresas cripto han tenido que invertir más en abogados que en ingenieros, simplemente para poder operar.
Y no se trata de pedir una regulación blanda o permisiva. Se trata de tener una regulación inteligente. Una que proteja al consumidor sin matar la posibilidad de probar algo nuevo. Una que entienda que los modelos de negocio cambian más rápido que los decretos, y que los sandbox regulatorios no pueden ser solo experimentos piloto sin escalabilidad real.
Hoy en Colombia hay emprendedores con soluciones concretas para problemas urgentes: inclusión financiera, trazabilidad agrícola, salud digital, educación virtual, pagos inmediatos. Pero mientras el problema avanza a ritmo de urgencia, muchas veces la norma se mueve al ritmo de un trámite. Y eso tiene un costo. Porque donde no hay certeza jurídica, no hay inversión. Donde no hay reglas claras, el riesgo se dispara. Y donde todo es más difícil de lo necesario, la innovación se vuelve un acto de rebeldía.
Necesitamos cambiar esa lógica.
Primero, entendiendo que la regulación también puede ser una herramienta de competitividad. Que un país que regula bien, de manera oportuna y proporcional, atrae empresas, talento y capital. Así como los emprendedores compiten por mercados, los países compiten por talento y por inversión. Y ahí, la regulación juega un rol determinante.
Segundo, construyendo espacios reales de diálogo entre el sector público y privado, donde los reguladores no lleguen tarde a la conversación, sino que se vuelvan aliados del cambio. No podemos seguir teniendo leyes hechas para un mundo que ya no existe, mientras las soluciones del presente operan a la sombra de la legalidad o, peor aún, desde la inseguridad jurídica.
Y tercero, generando una narrativa distinta. Porque mientras sigamos viendo al emprendedor como alguien que hay que controlar más que habilitar, vamos a seguir caminando con freno de mano. La innovación no puede depender del azar ni de la buena voluntad de quienes están dentro del Estado. Tiene que ser parte de un sistema que funcione, que escuche, que evolucione.
Las reglas importan. Pueden abrir o cerrar puertas. Y en una región donde la incertidumbre es muchas veces la norma, tener reglas claras puede marcar la diferencia entre quedarse… o salir corriendo a innovar en otro país.
Innovar no debería ser un acto heroico ni una batalla contra el sistema. Debería ser parte del sistema. Un sistema que no le tenga miedo al cambio, sino que lo abrace, lo entienda y lo convierta en motor de desarrollo.