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Por: Juan Sebastián Restrepo Mesa | ||
Seré franco desde el inicio: considero que pocas cosas detesta el animal humano más que la libertad -¡Y todo lo que implique algún grado de responsabilidad!-. Y por responsabilidad no me refiero a la fácil esclavitud de los moralistas, llena de lugares comunes y con exclusión total del deseo.
Miremos bien: para ser libre, primero hay que ser. Y el problema es que ni siquiera somos, ya que no soportamos cabal, presente y conscientemente el hecho de ser. Para no sentir el dolor inevitable de la vida, aprendemos respuestas compulsivas que crean lo que llamamos sufrimiento. Saboteamos la conciencia para no sentir dolor y con ello sacrificamos también nuestra presencia en el mundo y la posibilidad de ser libres. ¿Cómo lo hacemos? De diversas y sencillas formas: desconectándonos de las sensaciones y emociones de nuestro cuerpo; tragándonos formas generalizadas e incuestionables de ver el mundo que nos impiden observar lo presente; poniendo lo que no queremos aceptar de nosotros en saco ajeno; haciéndonos o dándonos a nosotros mismos lo que necesitamos hacerle o darle a otros, haciéndole o dándole a otros lo que necesitamos que otros nos hagan o den; desviando o restándole fuerza y dirección a nuestras acciones, como el que termina pidiendo otra cosa distinta de lo que realmente necesita; o fundiendo nuestros límites con los de los otros, como en el caso del hincha de fútbol que masificado saca sus tendencias antisociales sin responder por ello. Existen muchas otras formas, pero creo que los ejemplos bastan para ilustrar cómo todo el tiempo estamos evadiendo lo que somos ¿Cómo podemos entonces ser libres? ¿Libres de qué? ¿Libres para qué? Pero lo más grave de todo es que nuestra compulsión a no-ser, a no estar, a no darnos cuenta, afecta fundamentalmente al núcleo de nuestro ser: el corazón. Lo que rehuimos desesperadamente es la vulnerabilidad y el dolor fundamental del amor. Este último es peligroso, nos saca de los lugares comunes, nos abre y nos expone al toque contundente y azaroso de la vida y de la muerte. Preferimos las murallas y los tanques de guerra porque el dolor de un corazón abierto es insoportable. Preferimos por mucho nuestra irrealidad y nuestra inconsciencia. Y este encierro se tapa con la patética e infantil propuesta de vampirismo y mendicidad emocional que hemos osado llamar equivocadamente: amor. Vemos su enfermiza presencia en todos los medios de comunicación. Nos educan y trabajamos para ello. Pero es un proyecto inviable mientras seamos cobardes compulsivos que tratan de mantener encendida la guerra y la violencia que tapa la vulnerabilidad de su corazón. Creemos que el amor es la condición e ignoramos que es el premio de haber vivido con conciencia, presencia y responsabilidad; creemos que lo merecemos e ignoramos que se gana; lo damos por sentado en nuestras quejas infantiles y así lo vemos ausente en la lista de nuestra gratitud. Ignoramos que lo que nos hace verdaderamente libres no es el amor del otro, sino la capacidad de amar, de estar en la vida con el corazón abierto y la capacidad de entregarse. ¡Que cerca estamos de Marte y de la inmortalidad y que lejos estamos de nuestros corazones! Me parece que la única libertad posible, cómo lo habría dicho un querido maestro es: la entrega del corazón. El resto es puro mito, puro bla, bla, bla que se lo dejo a los eruditos. |
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