Hilda Posada tenía seis años cuando su mamá la llevó a ver a Lola Flórez, en el antiguo Teatro Bolívar, que quedaba en la calle Ayacucho con la carrera Sucre.
“Todavía me pongo arrozuda al recordarlo -dice-. Desde que vi a La Faraona bailando, entendí que eso era lo que yo quería hacer”. Hilda fue hija única hasta los diez años, cuando empezaron a nacer sus cuatro hermanos. Quizás por eso su mamá tenía tiempo y entusiasmo suficiente para llevarla también a escuchar a Libertad Lamarque, en el Teatro Junín, e inscribirla en el concurso infantil Frutos de la Montaña. A los nueve años se paró en el escenario del teatro Maria Victoria, cantó El amor del jibarito, y se ganó una muñeca.
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Los papás de Hilda entendieron que la niña tenía talento y carisma, y por eso la inscribieron en las clases de solfeo en Bellas Artes, con el maestro Jaime Santamaría, y, posteriormente, en clases de flamenco con la profesora española Isabel Hernando de Casinero. A sus 83 años, Hilda todavía conserva las castañuelas de aquella época, y recuerda los vestidos de pepas rojas y las mantillas que la mamá le cosía para bailar y cantar en las presentaciones de la compañía en la cárcel La Ladera y en el Hospital La María.
“El secreto: yo me río de mí misma”.
Bailando el pasodoble España Cañí enamoró a quien sería su esposo, Jairo Melguizo. “A los 19 años me casé y me dediqué a lo que hacíamos las señoras de antes: ser mamás y cuidar a los hijos”. Cuatro muchachos que crecieron oyendo cantar a su mamá en todas las fiestas, siempre alegre y buena conversadora, aún en los momentos más difíciles, como cuando se separó de su marido, a los 44 años. “Un batacazo”, dice, que se juntó con la muerte reciente de sus padres. Mientras fabricaba y vendía collares para mejorar la economía familiar, se reencontró con la música: “Después de que me separé, empecé mi vida pública”, dice Hilda, riéndose.
Después de varias sesiones de canto en el antiguo Bolero Bar, de Jorge Buitrago, la casa familiar en el barrio San Javier se convirtió en escenario. “En Medellín ya existían tertulias musicales, y mi amiga Luz Elena Pérez y yo decidimos montar una en mi casa, cada mes. Yo corría y arrumbaba todos los muebles desde dos días antes, alquilaba mesas y sillas, llamaba a mis sobrinos para que fueran los meseros, e invitaba a los amigos músicos y cantantes”. Durante ocho años, la tertulia de Hilda Posada reunió a lo más granado del bolero y la música colombiana en su casa, que esos viernes se llenaba de bohemia hasta las cinco de la mañana.
La casa se vendió hace varios años, pero la tertulia de Hilda Posada sigue viva, un jueves cada mes, en el bar Bermellón, de Diego Lince Echavarría, en el barrio Zúñiga de Envigado.
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“Es como un encuentro de familia alrededor de la música”, dice. Hilda sale radiante y elegante al escenario, y se conecta con el público. En la noche canta dos o tres canciones (Noches de Cartagena, infaltable), y les pasa el protagonismo a sus invitados, cuidadosamente escogidos. Y cuenta historias (“A veces meto la pata, pero vuelvo y la saco”). Y suelta la carcajada, porque ese es su secreto: “¿Qué es lo que me mantiene así, a los 83 años? Yo me río de mí misma”. Y celebra la música, porque “para mí significa vida, alegría, pasión”.