Lo peor de todo es que no odiaban: esto, paradójicamente, los hubiera hecho más humanos, redimibles tal vez. Pero mataban sin emoción alguna.
Hay infinitas formas de vivir la vida, eso lo sabemos. La novela La Cuadra (2016, Gilmer Mesa) te pone frente a una que te deja descolocado en el mundo. Allí cuenta cómo los niños de Aranjuez, en forma natural -como algo que se hacía porque así es que se vive-, a los doce o trece años comenzaban su carrera de matones acribillando al desconocido que les había sido señalado. Y a esa edad cada uno de ellos sabía que, como el resto de los hombres, estaba sentenciado a muerte; pero que en su caso ésta ocurriría a más tardar en tres o cuatro años, si corría con suerte.
Es una historia visceral que te sumerge en la ciudad profunda, y te pone como uno más en esa barra de la que solo queda un sobreviviente: el autor. Y logra hacerte partícipe de la vida que llevaban niños y adolescentes en aquellas esquinas -inmersos en nubes de marihuana- , en donde esperaban con impaciencia que les resultara un mandado, es decir, que se les asignara una víctima.
Algún día llegó una orden. Y los muertos dentro del barrio fueron más de veinte. Se quería que Aranjuez supiera de una vez por todas que no había lugar para faltones, que la única opción era ponerse al servicio de quien ya mandaba un ejército de más de trescientos sicarios.
La historia transcurre en los años 80 y principios de los 90. Fue el grupo que Pablo Escobar eligió para que asesinara jueces, magistrados, ministros, fiscales, periodistas, candidatos presidenciales, gobernadores, militares, policías y miles de personas inocentes.
Hoy estamos en una ciudad distinta a no dudar. Pero el monstruo sigue vivo. Los datos oficiales nos hablan de más de tres mil menores de edad vinculados a organizaciones delincuenciales. Y de sesenta mil niños en riesgo de coger por esos rumbos. Sí, usted ha leído bien: sesenta mil niños en riesgo de ser reclutados para la delincuencia.
Sabemos que el problema es de una complejidad abrumadora. Pero no puede quedar reducido a estadísticas y siglas (BACRIM, GDO, etcétera), y perder de vista la vida que se vive, la real realidad humana en los barrios de Medellín. Tenemos que mirarnos como sociedad y asumir lo que nos corresponde. La ética (vivir bien) es una construcción social, es la resultante de unas determinadas condiciones materiales, sociales, culturales, históricas.
¿Cuáles fueron y son esas condiciones que hicieron y hacen posible tales monstruosidades? ¿Cuál es el camino a seguir? Ese debería ser el centro del debate en todos los ámbitos de la ciudad.