Guardianes de una tradición
Encontramos varios personajes que se aferran a su oficio y lo ejercen con profesionalismo
Los avances tecnológicos y el desarrollo de la industria han acabado con diversos oficios. Máquinas que reemplazan al hombre y tecnologías de punta que sistematizan infinidad de tareas, tienen al borde de la extinción muchas labores que tradicionalmente se hacían a pulso y vocación. Han ido desapareciendo bellas ocupaciones como las de ascensorista, cartero, talabartero, herrero, tinterrillo y arriero, este último el más popular para los antioqueños de antaño. Sin embargo, hay oficios que perviven. En El Poblado encontramos algunos de ellos.
Luis Eduardo Calle, albañil
A los 89 años Luis Eduardo Calle, albañil de toda la vida, le quedan fuerzas para construir unas escalas. Así lo hizo hace poco, cuando por pedido de una de sus cuñadas, le moldeó con palustre y cemento en mano la entrada de la casa, en la loma de Los González. Hace días, recuerda, también acudió donde la vecina Hermentina Jaramillo, quien le pidió hacer unos remiendos, organizar los sanitarios y arreglar las humedades.
“Yo mismo construí esta casa. Cuando me iba a casar, mi suegro nos entregó este lote y aquí fue donde levanté mi hogar. Esto era puro monte y no había casas. Esta fue la segunda que se construyó en este sector. La mayoría de personas de este barrio éramos albañiles y unos pocos choferes”, recuerda Luis Eduardo, quien añade que el palustre siempre ha sido su mano derecha.
Del matrimonio de Luis Eduardo con su esposa Nelly González, con quien lleva 64 años de casado, nacieron nueve hijos. Con el oficio de la albañilería levantó a toda su familia. “Yo siempre trabajo, aunque ya muy poco porque por la edad mía es difícil. Pero siempre tengo patrones que me ocupan y los vecinos. Comencé a los 15 años, si no fue antes porque quedamos huérfanos muy pequeños. Éramos cuatro hermanos, yo era el mayor y los vecinos me llevaban de ayudante. Como el oficio me gustaba, lo aprendí ligero. Ya después pasé a maestro de obra y ya me la ganaba de ojo dirigiendo”, rememora el albañil Luis Eduardo, sentado en el balcón de su antigua casa de la loma de Los González.
Jaime Ospina, sastre
“Un oficio tan antiguo como noble”, reza uno de los cuadros que adorna la sastrería Manila, en los alrededores del Parque Lleras. Allí Jaime Ospina, puntada a puntada, con una perfección milimétrica, confecciona pantalones, blusas y vestidos de dama y caballero en una vieja máquina de coser Brother.
A El Poblado llegó hace cinco años, cuando abrió su propia sastrería en el barrio Manila, que luego trasladó al Parque Lleras, donde se ubica actualmente. Desde allí atiende a sus clientes, muchos de los cuales buscan sus servicios para la confección de sus trajes.
“Este es un oficio que nunca va a desaparecer, aunque hoy poca gente manda hacer su ropa y lo que más se ve son los arreglos, como subirle el tiro o cogerle bota a un pantalón. Pero la gente nunca va a dejar de usar ropa y, quien puede, nunca va a dejar de hacerla a su medida. Tengo clientes desde hace 20 años”, comenta el sastre mientras le da un respiro a su Brother.
Jaime tiene 54 años y desde hace más de 30 se dedica al oficio de coser, cortar y diseñar prendas de vestir. Consigo siempre lleva unas gafas y un metro que cuelga en su cuello. El oficio lo aprendió de un tío, quien era sastre en San Joaquín, uno de los sectores de la ciudad que por tradición aún conserva varias sastrerías en sus calles.
Gustavo Gómez, pintor
“Yo pinto de todo, pero a lo que más me dedico es a la pintura comercial porque es lo que la gente más compra, y para poder sobrevivir con el arte hay que hacer reproducciones de los grandes pintores”. Esto lo dice Gustavo Gómez mientras traza unas delgadas pinceladas en la réplica de Una Familia, original del maestro Fernando Botero, obra que Gustavo adelanta desde hace tres días en el Parque Lleras.
Gustavo tiene 55 años y es artista plástico de la Universidad de Antioquia, donde se graduó en el año 1985. Lleva cerca de 12 años pintando cuadros en El Poblado. Todos los días, junto a un grupo de colegas que se instaló en el Parque Lleras hace más de una década, llega desde su barrio, San Javier, en el centro occidente de Medellín, para sentarse en un butaco y pintar bodegones y retratos en óleo de reconocidos personajes como John Lennon, mientras espera que alguien se interese en una de sus pinturas.
“Durante mucho tiempo me había dedicado a los negocios, con una empresa de productos de hogar. La pintura es un medio muy difícil pero uno se defiende con ella. Los cuadros que pinto, que hago con mi propia propuesta artística, los mantengo guardados porque el arte es poco valorado en nuestro medio”, afirma Gómez, sin levantar los ojos de La Familia.
Pablo Jaramillo, anticuario
Afuera de la anticuaria Flash Back, ubicada en la calle 9 con calle 43B, hay una moto Lambreta naranja, modelo 68. “Es una pieza de colección. Una moto de origen italiano”, dice Pablo Jaramillo, mientras señala con su índice el vehículo que parquea en su acera. “Está en buen estado. Esta moto es más que todo para quien sea amante de esta marca, que es un icono en el mundo”, aclara.
En su almacén de antigüedades se encuentran muebles y lámparas en desuso, un maniquí, una secadora de salón de belleza, una chaqueta de puro cuero, robots y juguetes anacrónicos, muñecos de artistas clásicos como Verdi y Chopin, viejos modelos de botellas de Coca-Cola, cámaras fotográficas y de video de los años ochenta, películas de 8 milímetros, tiras cómicas de Memín, El Hombre Nuclear y Kalimán, entre decenas de cachivaches y chécheres.
“Hay personas a las que les gustan las cosas viejas. Por lo que más preguntan es por lámparas, cuadros o elementos de decoración retros”, dice Jaramillo, de 43 años, quien realizó algunos semestres de Antropología en la Universidad de Antioquia. “Hace seis años tengo este almacén. En la semana voy al Centro y recorro mercados de pulgas en busca de objetos antiguos. Los compro, los vendo o los adapto”, sintetiza el anticuario.
Rubén Acosta, portero
“La primera y última persona que la gente ve cuando entra o sale del edificio soy yo, por eso en mi trabajo se necesita mucha vocación de servicio. En todas partes se necesitan porteros, aún no hay robots que abran y cierran las puertas”, comenta Rubén Acosta, con una sonrisa dibujada en su rostro.
El oficio de portero es uno de los más comunes de El Poblado. No hay urbanización ni conjunto residencial donde no se encuentre uno con su típico uniforme y gorra de vigilante. En las noches, cuando cumple con su jornada, Rubén Acosta pasa revista por los distintos pisos del edificio Callejuelas de Lalinde, donde trabaja desde hace dos años.
A sus 49 años ha pasado la mitad de la vida ejerciendo este oficio. Primero lo hizo en la portería de una escuela, luego vigiló un lote y trabajó en el área de seguridad de Comfama y Carulla. “Esto se vuelve la casa de uno, porque aquí se permanece mucho tiempo. Este puesto para mi es el mejor porque uno tiene contacto con las personas. Además de estar pendientes de la seguridad, somos los que damos recados, llevamos razones, repartimos la prensa, entre otras cosas. Lo más importante de este oficio es la confidencialidad con las personas del edificio; ver, oír y callar”, dice Acosta.