Entre el vértigo de los días y la premura del hacer enfocado en la productividad, se escapa un deleite, tal vez incluso, un pequeño acto de magia, que puede transformar la mirada, la percepción, acentuar el día a día, y que encuentra arraigo en el sencillo gesto de agradecer.
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Hace exactamente un mes, estábamos en familia celebrando la vida de mi cuñada, justo al día siguiente en la mañana, mi esposo salió a montar en bicicleta como es habitual para él los fines de semanas. Tuvo un accidente aparatoso, de esos que en menos de un segundo transforman todo. Un momento que hoy es anécdota, cicatrices en la piel y platinas en el cuerpo, en resumen, haber estado al borde, y contar con la benevolencia de la vida, o como seguro habría dicho mi mamá “no era el momento de morir”, ha motivado una reflexión en la que se encuentran las palabras gratitud y tiempo.
El vértigo, las velocidades, el afán por llegar a algún lugar, que tal vez no sabemos bien cuál es, ese piloto automático de levantarse cada día a hacer una sucesión de tareas, contar con poco tiempo, porque “hay mucho por hacer”, termina truncando la oportunidad de ver la vida pasar, aún más doloroso no sentir, ni disfrutar el placer de estar vivo, contemplar la mirada del otro, deleitarse con los colores, los olores y las texturas de las plantas que nos rodean, acariciar sin afán al gato o a la perrita, llamar a un hermano o a una amiga para saber cómo está.
Agradecer por el presente, que es este acto de magia, que se traduce en el pálpito del corazón, en la sonrisa, en sentir cómo se acentúan los músculos del cuerpo cuando inhalo y exhalo en presencia absoluta, y lo más importante decidir cuáles son las prioridades, cómo sentirlas y cómo afrontarlas.
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El suceso del accidente de mi esposo fue también la excusa para llevar al aula de clase del colegio que él dirige una reflexión más allá de lo personal, con un círculo de la palabra, mediado por el gesto de escucharnos unos a otros, y permitir un espacio personal para que cada uno plasmara en el papel una reflexión propia.
“… la vida a veces da y a veces quita… me gustaría agradecerle al universo por permitirme estar aquí, la belleza está en lo simple, hoy desperté al lado de mis mascotas y mi madre, vine al colegio y vi a mis amigos, a mis compañeros y a mis maestros. Tengo la suerte de estar en un lugar que me hace sentir segura, veo los árboles, las flores y los colores llamativos que encuentro en la naturaleza. Pero lo más importante es que estoy viva, vivo el momento y disfruto cada mínimo detalle de la vida, la belleza está en lo simple de la vida…”
Estas palabras de Julieta Vásquez Bedoya, de 14 años, quien vive en el municipio de Santa Bárbara, y que estudia en el Colegio Nueva Paideia en La Pintada, se quedaron en mi memoria como un recordatorio permanente de la belleza que guarda la gratitud como gesto cotidiano, como celebración de la vida misma, y como gentil recordatorio de la impermanencia.
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Agradecer también es abrazar con mayor presencia, cuidar las palabras, priorizar unos ritmos sobre otros, acompasar el ritmo del corazón, en mi caso como dice la canción de Cantoalegre y Marta Gómez:
“Despacio, como se tejen los besos/ Con calma, como se pintan los cuentos/ Quietito, como se duermen las siestas/ Sin prisa, como se afina una orquesta”
Sea esta también la oportunidad para agradecer a VIVIR EN EL POBLADO y a Adriana Cooper, por permitir un espacio para conectar con mi voz y compartir sin pretensiones un poco de este camino personal y cotidiano.