Por María Isabel Abad / [email protected]
Venían a esa biblioteca en la montaña de las veredas de El Retiro, venían de Medellín; a pie, en bus, en carro, en bicicleta. Niños, adultos, ancianos y varias generaciones de familias. Y esa tarde, con sus cenizas presentes, celebraron su vida en un espacio que no daba abasto, alrededor de un altar construido con sus cosas queridas: El libro de mis amigos (de Henry Miller), los cuadros de Ethel Gilmour, los poemas de Emily Dickinson y, en especial, aquel poema que le pautó a Gloria la vida y que comenzaba diciendo: ¡Joven ateniense: sé fiel a ti mismo!
Esa fidelidad a sí misma le permitió elegir la soltería, viajar y tener hijos del alma como El Laboratorio del Espíritu, una biblioteca rural que, con la excusa de los libros, se creó para ofrecer lecturas, música y arte para las familias campesinas de las veredas, con el fin de despertar dentro de ellas un genio dormido, convencida de que era posible construir una ruralidad con un gran espíritu.
Este “laboratorio” fue el lugar de convergencia de muchos de los proyectos previos que había realizado en El Retiro. Al municipio había llegado después de jubilarse como bibliotecaria, primero de la facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional y luego de la biblioteca de la Universidad de Antioquia. Allá llegó con Tere, su mamá, que fue su gran cómplice de vida. En compensación por un proyecto de vivienda en el que había invertido en El Retiro y que no resultó, el constructor y amigo le ofreció restaurar una antigua fonda minera para hacerla su casa, a la salida del pueblo. Allá creó su paraíso.
Al llegar, comenzó a caminar los montes cercanos para inventariar, con León Sierra, la flora del municipio que se plasmó en un libro con las 180 especies endémicas que descubrieron. Con la Fundación Fasor, ayudó a dotar de bicicletas a los niños de las escuelas para que fueran a estudiar. Y de la mano de Comfenalco, asesoró y llenó de vida a las escuelas rurales, creando en ellas bibliotecas con actividades artísticas.
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Fue en una de esas visitas a la escuela de la vereda Pantalio cuando Mirella y Marisol, entonces unas niñas con 10 años, la vieron por primera vez. A ella y a Marga López, la poetisa de La Ceja. Y aquella ocasión tuvieron la impresión de estar, por primera vez, ante una estrella fugaz; oyeron palabras que nunca habían oído combinarse de esa manera y un tono desconocido para nombrar el mundo que no había llegado, hasta entonces, a esa montaña de la cual solo salían para ir a los entierros o a las citas médicas en la cabecera municipal.
Años después, ambas se volverían a encontrar con Gloria, cuando ella, después de recorrer muchos caminos, pidiera en comodato al municipio una antigua escuela abandonada para crear, a su manera, una biblioteca rural en la vereda Pantanillo.
Fue en ese momento cuando, con la ayuda de algunos amigos, realizó la inauguración de El Laboratorio del Espíritu. Los niños de entonces pintaron un mural con sus manos; varios amigos la acompañaron en el trabajo de promoción y a Mirella y Mirasol (“las muchachitas”, como las llamó desde entonces), que ya estaban cerca de los veinte años, las contrató como ayudantes. Ellas pasaban los lápices y las hojas a Marga López y Javier Naranjo, los promotores de lectura que Gloria llevó. Limpiaban, clasificaban y con paciencia Gloria fue propiciando todo para que dejaran de ver los libros como decoraciones y los vieran como el único objeto que tiene más de tres dimensiones porque, además de anchos, largos y altos, pueden ser extensos, intemporales y profundos. También contribuyó para que se formaran, con los años, como universitarias, gestoras y promotoras de lectura, destinos que no cabían en sus horizontes originales.
Como Mirella y Marisol, muchos niños, jóvenes y adultos han sido transformados por la lectura, la música, la cerámica, por el tejido, por el arte y por el mar. Porque uno de los empeños de Gloria consistió en llevar anualmente a grupos de niños a conocer el mar y descubrir a Colombia. Para que al mostrarles lo lejano, como insiste Marisol, pudieran valorar lo cercano.Así, con los años, logró que las categorías campesino y artista no fueran incompatibles, sino que fueran de la mano: campesinos músicos, campesinos artistas y campesinos escritores han creado canciones, poemas, libros, cuentos, documentales y hasta crónicas y reportajes en el periódico Monteadentro, que fundó con la ayuda de Alejandra Estrada y Nicolás Naranjo. Creaciones endémicas que ella, desde la trastienda, cultivó. Por que eso sí tenía: una humildad que la alejaba de la figuración de las cámaras y los escenarios porque siempre hacía el milagro y escondía la mano.
Sus sobrinas, a quienes adoró, insisten en que durante toda su vida se preparó para este proyecto, que la red de conocidos que tejió en la universidad la puso al servicio de cumplir los sueños de otros, que era su manera de cumplir los propios. “Era una arañita tejedora que unía mundos distintos”, dice Clarita Bermúdez
Eso le permitió entregar a la comunidad servicios y experiencias de alta calidad, creyendo en una solidaridad que dignifica y que no da de lo que sobra. “Era una encontradora de tesoros en las cosas y en las personas”, dice Ana, que recuerda el cuarto de su tía, libre e independiente, como un espacio casi mágico lleno de piedras y recuerdos de viajes. “Era generosa y desprendida”, dice Tata, “todo lo que uno le admiraba se lo regalaba”. “Y era sencilla. Esto la hacía muy atractiva”, insiste Beatriz Abad, su compañera en bibliotecología y amiga. “Las personas de todas las condiciones se sentían muy relajadas y tranquilas en su compañía. A esa sencillez añadía el ser completamente transparente, por lo cual uno podía confiar en ella sin reservas”.
Gracias a esto, trataba con el mismo respeto y atención a empresarios, intelectuales, funcionarios públicos, artistas y campesinos; y con reverencia solo a la naturaleza, ofuscándose, — porque lo hacía— cuando las personas no sabían el nombre del árbol al lado del cual habían crecido toda la vida.
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Y siguió adelante, sorteando las dificultades: sobrellevó la muerte de su madre, no la venció el cáncer de mama y creó un mundo de intercambios y posibilidades. Hasta que un día sintió que el momento era propicio, en la pandemia, y declaró su fatiga; le entregó a Mirella y a Marisol la gestión de El Laboratorio como una antorcha encendida.
Siguió a la distancia disfrutando los pequeños placeres; las conversaciones, el café y el vino; a veces los buñuelos de la entrada al pueblo, con un aguardiente; las tertulias que iban a su casa, la música clásica, hasta que se fue desprendiendo del mundo, dándole la espalda a los afanes del tiempo.
Fue entregando sus cosas una a una, para quedarse solo con la piyama y el negrito –su radio–, como cuenta Ligia, su hermana, y en su memoria fue dejando espacio solo para los recuerdos lejanos, como las piedras que siempre había coleccionado. Del presente, le bastaban los pájaros y las flores de su jardín; reírse de bobadas con Marta, la mujer que la cuidó al final, y recibir ocasionalmente las visitas de sus amigos y sus sobrinas, reservándose el derecho de hacerlo o no.
Todo esto y mucho más lo recordaron el viernes 22, que se celebraba su vida. Cuando esa multitud diversa y agradecida la honraba por haber creado un espacio nuevo en el mundo donde todos cabían con su dignidad y sus talentos. Más se hablaba de la vida que de la muerte, de la huella que del vacío.
Gloria había muerto tranquila, dos días antes, en la madrugada, tal como lo había querido, en compañía de Clarita, su sobrina, en su casa amarilla, que para ella fue un universo suficiente y pleno; un nido al revés, que le sirvió para nacer de forma definitiva en el misterio.
Joven ateniense, sé fiel a ti mismo y al misterio: el resto es perjurio.
Gracias, Gloria; esa inquebrantable fidelidad fue tu legado. Ahora, disfruta el misterio.