Esto eran mangas

Observar el paisaje es una fórmula que refrenda la memoria y nos transporta a lo vivido. En mi infancia, recorrí todas las calles de La Ceja del Tambo en bicicleta; eran otros tiempos. A cuadra y media de la plaza principal, saliendo hacia Medellín, vivían mis abuelos en un caserón inmenso y esa zona céntrica era predominantemente residencial.

Allí habitaban distinguidas familias, de generaciones mayores y con numerosa descendencia; las fachadas conservaban características arquitectónicas muy tradicionales, uno o tal vez dos pisos como máximo, aleros, zócalos, madera natural; en su interior iluminados patios, generosos solares y habitaciones en galería.

A la basílica de la plaza, por ejemplo, ninguna construcción la superaba en altura. De asfalto solo eran las calles de entrada y salida del pueblo; de resto, adoquinadas o destapadas por donde pedaleábamos orgullosos de que nuestro pueblo era el mejor trazado y el más bicicletero de todos.

De los campos circundantes al pueblo, puedo decir que eran extensos territorios vírgenes y tranquilos, no existían circunvalares ni urbanizaciones que rompieran con el trazado reticular; aquí las
parcelaciones se contaban en una mano.

Resaltaban, eso sí, fincas productoras encaramadas en las colinas, haciendas centenarias como La Argentina, Manzanares, El Puesto, subdivididas con alambre de púas o “embaretados” de madera que
cruzábamos fácilmente haciendo atajos, para llegar a charcos como La Guaira o La Cristalina. O a nuestros cerros tutelares de El Capiro, El Corcovado o los Tres Pinos.

Sí, todo esto eran mangas con eucaliptos altos, yarumos plateados, pineras y frondosos pastizales con ganado Holstein y una que otra floristería productora de crisantemos y pompones.

Cada vez que bajo desde los altos de Nano o de La Unión hacia La Ceja pienso y digo: “¡Cómo está de crecido esto!”, a este municipio (ya no tan pueblo) le pasa lo mismo que a un adolescente que va estirándose: ya no le sirve la ropa y no cabe en su propio espacio, quiere cambiar su aspecto físico por uno más moderno o desordenado, sin importar que elija desechar su esencia y aspirar a ser otro, completamente distinto.

La Ceja pasa por una adolescencia en crecimiento; en su plaza se cerraron casi todas las tabernas donde se reunían nuestros mayores y las caras ya no son tan conocidas. El campo y sus colinas se están partiendo en pequeñas parcelas, demarcados con fronteras en setos naturales de eugenios y durantas.

Yo crecí en un municipio también llamado La Ceja del Tambo, donde jugábamos por las noches en las calles de la zona céntrica, sin temor a los carros ni a la inseguridad; en lugar de locales comerciales había
casas con vecinos que se distinguían cordialmente y donde vivían los amigos de la cuadra.

Decir que todo esto eran mangas parece una sentencia contagiosa en nuestros municipios de Oriente, donde la expansión territorial sigue llegando para quedarse. Crecer armoniosamente debe ser el camino.

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