De niños, los “¿por qué?” han sido infinitos: “¿Por qué el cielo es azul?”, “¿por qué los perros ladran?”, “¿por qué tú trabajas tanto?”, etc.
Y aunque muchas veces nuestros padres no tenían todas las respuestas, algo mágico pasaba en ese intercambio: conversábamos, imaginábamos, aprendíamos juntos.
No se trata de romantizar el pasado ni demonizar la tecnología. Al contrario: herramientas como la inteligencia artificial han democratizado el conocimiento, han hecho posible que un niño en cualquier rincón del mundo tenga acceso a explicaciones que antes estaban fuera de su alcance.
Pero hay algo que la inteligencia artificial no puede (y tal vez nunca debería) reemplazar: la construcción emocional del saber compartido.
Porque cuando un hijo pregunta “¿por qué?”, muchas veces no busca solo la respuesta, busca atención, busca validación, busca una historia, busca un vínculo que sea difícil de romper.
Y cuando ese “¿por qué?” encuentra a un padre presente, dispuesto a decir “no lo sé, pero vamos a descubrirlo juntos”, se teje algo que no puede programarse: memoria afectiva. Entonces, ¿qué hacemos frente a este nuevo escenario?
Un estudio de Common Sense Media reveló que los niños de 8 a 12 años pasan más de 5 horas diarias frente a una pantalla. Y mientras las respuestas están a un clic, el vínculo humano puede estar a kilómetros.
Claramente la clave no esté en prohibir la tecnología, sino en reivindicar el rol de los padres como narradores del mundo. Que Google dé datos, que la inteligencia artificial explique teorías… pero que seamos nosotros quienes respondamos con emoción, con anécdotas, con metáforas imperfectas, con miradas cómplices.
Que nuestros hijos no solo aprendan el “por qué”, sino también con quién vale la pena preguntarlo, porque la tecnología educa, pero el amor enseña. No dejemos que se pierdan esas preguntas que nos conectan.
Porque los “¿por qué?” no son solo curiosidad, son puertas, y quién las abre con ellos, deja huellas que ningún algoritmo podrá borrar.