Ese loco afán que no te lleva a nada

No sé en qué momento empezamos a vivir con un cronómetro en el pecho. Suena la alarma, café frío, “ya voy”, un chat, otro, “dame dos minutos”, Zoom que pudo ser un párrafo, almuerzo comido de pie, promesas a mí mismo que coleccionan polvo. Termina el día y te queda ese cansancio raro: agotado por dentro, pero con la sensación de no haber hecho lo suficiente.

Ese loco afán que hoy queremos confundir con éxito, huele a urgencia, a agenda llena, a “estoy a mil”. Ese loco afán que nos hace sentir útiles, necesarios, ocupados. Y, sin embargo, por dentro hay algo que se va encogiendo. Como si cada “ya casi” se tragara un pedacito de vida, esa vida que a veces parece ser de otro.

Ese loco afán se nota en pequeñas escenas de la vida. Tu esposa pidiéndote que hablen y tú respondiendo “apenas termine esto” (nunca terminaste). Tu mamá llamando “solo para oírte la voz” y tú diciendo “te devuelvo la llamada en la tarde” (nunca la devolviste). Un cliente que iba a decidir trabajar contigo y te pidió veinte minutos… que se alargaron, porque tú también estabas en otras cosas. Y, al cerrar la agenda, sientes un hueco raro en el estómago cuando te preguntas en voz baja: “¿Qué hice realmente?”.

Hay un desgaste del que nadie habla hoy: el emocional. La culpa silenciosa por lo que no hiciste o dejaste de hacer. La ansiedad de llegar a todo. La autoestima perforada por la lista de pendientes que te mira desde el teléfono como si fuera un juez. Y esa pregunta que te persigue cuando se apaga la pantalla: ¿de qué sirve correr tanto si te la pasas llegando tarde a tu propia vida?

El problema es que siempre encontramos excusas que se transforman en argumentos, como un bálsamo para esa realidad que no quieres afrontar. Te dices a ti mismo: “Estoy construyendo”. Pero, muy en el fondo, sabes que construir toma su tiempo, mientras que el afán en el que estás viviendo te está consumiendo sin preguntar, aunque tu cuerpo tenso y tu alma en deuda saben lo que está sucediendo en realidad.

Y, al final, ves pasar por tus ojos oportunidades que no vuelven: esa llamada que postergaste, ese “sí” que no te atreviste a decir, ese abrazo que dejaste para mañana. Y, cuando esto sucede, te das cuenta de que la verdad era fea y simple: no te estaba faltando tiempo; te estaba faltando valor para elegirte primero a ti. En cambio, el afán se convirtió en tu excusa perfecta. “Cuando termine esto, ahí sí”. “Cuando todo esté listo, ahí sí”. “Cuando llegue la herramienta perfecta, ahí sí”. Te llena de mentiras bonitas, mientras tu vida sigue pasando frente a ti, como un vuelo sin tiquete de regreso.

Si estás así; si te duele el pecho; si, al estar en silencio, se te viene a la mente las veces que la risa de tu gente quedó en segundo plano; recuerdas las comidas cortas con el celular como tercer cubierto; sientes que esta situación es más grande que tú… es el momento exacto para rendirte y parar, para volver a empezar.

En este momento no me siento capaz de darte un plan, ya que yo mismo sigo trabajando en contra de mi propio afán. Solo quiero decirte que te entiendo. Que a mí también me da miedo bajar el ritmo y que el silencio me enseñe una verdad que no estoy dispuesto a enfrentar, porque yo también me sigo escondiendo en el “después”; también me da pánico elegir y perderme de algo o de mucho.

Pero hay una ecuación mínima que me está ayudando en estos momentos, y te la quiero compartir para que te des la oportunidad de cambiar un poco esta pobre realidad que agota y duele: restar + elegir + saborear = tiempo.

  • Restar es quitar una cosa cada día. Una. Un chat que no te toca. Una reunión que no necesita tu cara. Un “sí” que puedes convertir en “no, gracias”.
  • Elegir es poner una cosa por delante de todas: una llamada que importa, un texto que tienes que escribir, una conversación que debes tener. Solo una.
  • Saborear es estar ahí, completo, cuando esa cosa sucede. Sin dividir la atención, sin porcentajes. Presente. Como si fuera la última vez. Porque a veces lo es.

No te prometo que con esto cambie tu agenda ni que te vuelvas un maestro del tiempo. A mí todavía me carcome la necesidad de mirar el celular. Todavía digo “ya voy” y no voy. Pero esos tres verbos me están devolviendo minutos reales. Me devuelven la mirada de mi esposa completa. La voz de mi mamá sin prisa. La sensación de que hoy sí hice algo que importa.

Aunque me cueste aceptarlo, esto explica lo complicado de ser adulto: aprender a no ser necesario en todas partes para ser imprescindible en los lugares que amamos. Aceptar que el mundo puede esperar cinco minutos y que la vida no. Elegir perder el ruido para ganar una escena que vale oro: una conversación honesta, un trabajo bien hecho, una risa larga, una caminata sin motivo.

Ahora volvamos al principio. Ese loco afán que no nos lleva a nada nos está robando la vida con guantes blancos. Y mientras aprendemos la lección, lo mejor que podemos hacer es baja el ritmo.

Así que cállate por unos minutos y respira. Y acuérdate del por qué empezaste. Y, por un ratico —solo por ese ratico— vuelve a llegar a tiempo a tu propia vida.

- Publicidad -

Más contenido similar

- Publicidad -

Más noticias

- Publicidad -