La reciente tragedia en el barrio Granizal, en el municipio de Bello, es desgarradora. Más de 22 personas —entre ellas niños y adultos mayores— murieron sepultadas en sus propias casas por toneladas de tierra que se desprendieron de la montaña, y cerca de 1.900 personas resultaron afectadas. Este hecho estremecedor nos recordó la tristemente célebre tragedia de Villatina en Medellín, ocurrida el 27 de septiembre de 1987, cuando parte de la ladera occidental del cerro Pan de Azúcar se desprendió y sepultó seis cuadras del barrio, dejando más de 500 muertos y unos 200 desaparecidos.
Hoy Medellín enfrenta desafíos crecientes, agravados por el cambio climático. Pese a los esfuerzos institucionales y las inversiones públicas, el exceso de agua en las temporadas de lluvias, combinado con la expansión urbana informal, la deforestación y los drenajes mal diseñados en las laderas, generan riesgos de movimiento de masas que amenazan a la integridad de las personas derivando en deslizamientos como el que acabamos de sufrir. Todo esto nos recuerda la importancia de proyectos como los cinturones verdes, iniciativas valiosas que sufrieron falta de continuidad y visión de largo plazo.
Las lluvias trastornan de manera desmedida la vida en la ciudad. Cada aguacero colapsa el tráfico en Medellín: llueve más, sí, pero también hemos construido mal. La impermeabilización de las laderas —por obras formales e informales— hace que el agua baje rápidamente a las zonas bajas, generando no solo costos sociales en pérdidas de tiempo, sino también riesgos en la vida de las personas por inundaciones, que producen hechos, como la trágica muerte de un conductor y su acompañante en el deprimido de los músicos, en años recientes en el barrio Conquistadores.
Este exceso de agua contrasta con los periodos de sequía que trae el fenómeno de El Niño, cuyo impacto se ve exacerbado por el cambio climático. En estos casos, la baja pluviosidad y la alta demanda de energía se combinan y ponen en jaque el suministro del líquido vital. Ya hemos tenido que recurrir a recortes programados de agua en los momentos más críticos.
El crecimiento demográfico de nuestra ciudad y la expansión de áreas aledañas como el Valle de San Nicolás aumentan la presión sobre nuestras fuentes de agua. El 90 % del agua que consumimos en Medellín y el resto del Valle de Aburrá proviene de otras subregiones de Antioquia, porque el río Aburrá —que recorre 10 municipios— no abastece a ninguno, debido a su alto nivel de contaminación. Esto es un reflejo de nuestro mal aprovechamiento del recurso hídrico.
Claramente, no se pueden desconocer los avances: la coordinación del Área Metropolitana en gestión ambiental, el SIATA como sistema de alertas tempranas pionero en Latinoamérica, el fortalecimiento del DAGRD para atender eventos de riesgo y desastre, y la creación de la Secretaría de Control Territorial, para supervisar y regular el uso del suelo, combatir las construcciones ilegales y controlar las intervenciones en zonas de riesgo, han sido claves. Pero la pregunta es: ¿son suficientes? La respuesta, lamentablemente, es no.
En Medellín necesitamos abrir una conversación urgente y seria sobre el cuidado de nuestras laderas, nuestro río y la ubicación de nuestras viviendas, en beneficio de todos. Esto implica mayor control territorial, reubicación de familias en zonas de alto riesgo, obras sistémicas para la recuperación del río Aburrá y la creación de nuevas áreas de expansión de vivienda en el centro de nuestro valle. Requerimos soluciones audaces, valientes y estructurales, pensadas a largo plazo, lejos de los cálculos políticos de corto aliento.
La tragedia de Granizal no fue solo un desastre natural. Fue la consecuencia de décadas de acumulación de causas: falta de planeación urbana, lentitud en la implementación de alertas tempranas más robustas, ausencia de control territorial, desigualdades sociales y económicas; que no son ajenas a Medellín. La vanidad política debilita a los gobiernos y les resta capacidad para construir un legado coherente. ¿Qué pasó en Medellín con la visión de proyectos como Parques del Río o los cinturones verdes? ¿Por qué se desmantelaron y redujeron esas iniciativas y sus alcances? ¿Cómo debemos organizarnos para el futuro?
La actual revisión del Plan de Ordenamiento Territorial es una oportunidad de oro para plantear soluciones estructurales frente a la doble amenaza de excesos de agua en un tiempo y escasez en otro, a pesar de tener un importante río que nos recorre. Requerimos además fomentar en todos los ciudadanos el entendimiento del desafío sistémico que enfrentamos y evitar la politización de instituciones clave, que pierden efectividad con cada cambio de gobierno por la inestabilidad de su nómina y la ausencia de una estrategia sostenible en el largo plazo.
Como ciudadanos, tenemos un papel y una responsabilidad. El cuidado del agua es solo el comienzo: debemos preocuparnos y participar en el desarrollo del futuro sostenible de nuestra ciudad, el cual depende determinantemente de las instituciones y planes que creamos y mantenemos. El sueño colectivo de una Medellín mejor requiere nuestra consciencia y nuestra acción. Como bien decía Jacques Cousteau: “El ciclo del agua y el ciclo de la vida son uno mismo”. Que no lo olvidemos. ¿Qué tal si volvemos a pensar de verdad la relación entre el río y la ciudad, y la proyectamos hacia el futuro?
- Coda: una buena reflexión que podríamos iniciar como ciudadanos tiene que ver con saber qué pasó con las funciones del instituto Mi Río después de su liquidación. ¿Los supuestos que se tenían para tomar esa decisión se cumplieron? ¿Las condiciones de gestión del recurso hídrico en Medellín actualmente son las que requerimos? ¿Estamos cuidando de verdad nuestro río y con ello el futuro de la vida en la ciudad?