Pudo haber continuado su carrera como bailarín profesional en cualquier lugar del mundo pero prefirió regresar a trabajar con la infancia desfavorecida
No es una historia simple la de Álvaro Restrepo, es quizás el profesional de danza contemporánea más conocido de Colombia y el bailarín colombiano más reconocido internacionalmente. A pesar de haber empezado a bailar a los 24 años, -tarde para un bailarín que depende de la juventud de su cuerpo para el virtuosismo-, pudo estudiar en Nueva York, recorrer el mundo, presentarse en los mejores escenarios y ser entrenado por grandes maestros del baile como Martha Graham y Merce Cunningham.
Su infancia estuvo lejos de ser maravillosa. Sobrevivió a una educación escolar y familiar basada en la violencia física y psicológica. En un ambiente machista del Caribe colombiano su único refugio fue el aprendizaje del piano con su tía abuela Maruja de León, “la primera gestora cultural de Cartagena, una mujer visionaria y muy cristiana (en el mejor sentido de la palabra), que vivía su fe y la ejercía a través del amor por los demás”. Ese, dice Álvaro, fue su primer contacto con las artes y con las obras por los otros.
Terminado el bachillerato siguieron un par de años de estudio de Filosofía y Letras, y otros dos de trabajo con niños de la calle en Bogotá. Luego vino el estudio de Teatro como herramienta terapéutica para los niños desamparados. Allí descubrió su cuerpo, las posibilidades del baile y su pasión y talento.
Algunos lo llaman el clamor del alma, otros insatisfacción; Álvaro lo describe como un llamado. Después de encontrar el éxito internacional, regresó a Colombia con el ánimo de ayudarle a los niños menos favorecidos a encontrar un camino, a descubrir el talento a temprana edad y a cuidar el cuerpo. Así, de la mano de Marie France Delieuvin, bailarina y coreógrafa francesa, fundó en 1997 el Colegio del Cuerpo en Cartagena.
Si se mira por encima, el Colegio del Cuerpo es un proyecto social, pero Álvaro Restrepo lo que busca es talento. “La mejor manera de impactar lo social es a través de la búsqueda de la excelencia”, explica el bailarín. “Nos hemos propuesto que no haya diferencia entre hacer el bien y la excelencia”.
El colegio recibe niños y jóvenes de escasos recursos según su talento y dedicación. Esto le permite a los pupilos tener oportunidades que de lo contrario el contexto cartagenero les negaría. A su vez el trabajo con la danza “forma seres sensibles, alertas y compasivos, que es lo que necesita esta sociedad”, asegura. Agrega que, como todas las artes, el baile debería ser una asignatura formal y no de uso del tiempo libre. Pero la danza profesional no es un concepto fácil de introducir en la sociedad colombiana. “Yo creo que es porque somos un país donde todo el mundo sabe bailar y el baile está presente siempre. Somos muy corporales y tal vez por eso se asocia a la rumba, al carnaval, a la diversión y no a la disciplina y al sacrificio”.
Sacrificio ha sido para Álvaro dedicarse mucho a la gestión del colegio, dejando un poco la creación artística. “Dedicarme 15 años a este proyecto y a mantenerlo vivo me cambió la vida, pero he tratado de entender que el colegio es una obra de arte, una escultura social, así que me siento gratificado por los ‘sacrificios’ en la lucha”, dice con alegría.
Ahora quiere regresar a su propio cuerpo, a crear obras para sí mismo. Para él, el paso del tiempo no es una derrota, es una conquista. “La vida del bailarín termina cuando uno lo decide, cada edad tiene su propia danza y su propio tiempo”, explica el coreógrafo. Sin embargo, no espere verlo bailando en una rumba, pues dice que no va a fiestas a trabajar, prefiere ver cómo se desinhibe la gente, analizar el lenguaje corporal de los otros y mirar cómo se revelan a través del cuerpo. “Como decía Martha Graham, el cuerpo nunca miente”.