Una de las ideas más insistentes de esta columna de opinión es la referida a la importancia de dudar de nuestras certezas, para así estar en condiciones de otorgar valor y sentido a los argumentos de nuestros opositores y poder construir unas ideas de verdad y de realidad más incluyentes. En este caso voy a volver, de alguna manera, sobre esa sospecha de lo propio para referirme a un fenómeno particular de las redes y plataformas digitales: la cámara de eco.
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Cuando hablamos de redes y plataformas digitales tendemos a suponer que esas tecnologías de la información lo que hacen es masificar al ser humano; pero lo que pasa es exactamente lo contrario:
personalizan la experiencia de cada uno y seleccionan y combinan datos referidos a comportamientos, opiniones, gustos, contenidos preferentes, entretenimiento, tendencias, de acuerdo con el perfil específico de cada persona.
Es como una especie de huella dactilar particular que moldea la manera de interpretar la realidad, sin que la persona sea consciente. Entonces, ingenuamente, uno piensa que es libre y autónomo en sus decisiones, derivadas de la exposición a esos medios; pero nada más lejano de la realidad.
El famoso algoritmo nos manipula de tal manera que no nos damos cuenta de que confundimos lo que vemos e interpretamos, a la luz de la retroalimentación de nuestro círculo más cercano. Digámoslo en palabras todavía más simples. La inmensa mayoría de las personas que nos siguen en redes piensan, sienten y juzgan de manera igual o parecida a la nuestra y nos inundan con sus likes y comentarios favorecedores que llegan siempre a reforzar nuestros puntos de vista; pero las que se apartan de nuestro sentir y pensar se van alejando automáticamente porque no estar repitiendo a manera de eco nuestros contenidos.
La insistente proximidad de los primeros y el alejamiento de los segundos nos limita a un pequeño trozo de la realidad y confundimos la propia nuestra con aquella más total, más incluyente.
Es como si estuviéramos encerrados en una pequeña burbuja de aire donde rebotan los de nuestro círculo, aplaudiendo incesantemente nuestras opiniones; pero se mantienen lejos aquellos otros ecos de desacuerdos, miradas e interpretaciones diferentes, que tan bien vendrían a nuestra mirada crítica. Ese tipo de encierro nos vuelve cada vez más dogmáticos, radicales y convencidos de que lo nuestro es lo bueno, lo justo, lo verdadero. Cámara de eco la llaman los estudios alrededor de la tecnología y es grande su capacidad de programarnos y reprogramarnos.
A todos nos ha pasado que estamos convencidos y reforzados por esa cámara de eco, respecto, por ejemplo, a quiénes serán los más seguros ganadores en una contienda electoral o consulta pública acerca de un tema; y cuando pasa exactamente lo contrario de lo que esperábamos, eso nos confunde mucho. Este es el mejor ejemplo de que el algoritmo nos ubica en un lugar específico donde se nos repite incansablemente que nuestro pensar es el válido, el legítimo, el indicado, el ganador, lo que nos induce a confundir una parte con el todo.
Los límites de la razón se confunden en un mar de incertidumbres y es allí donde debemos inteligentemente tomar mano de la conversación, el diálogo, el debate para dar su lugar a todo lo que difiera, sea contrario y por lo tanto mejore nuestra mirada. Una unidad de la razón dentro de la multiplicidad de las voces.
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Todos debemos estar en alerta para no caer en el simplismo de afirmar que quien no está conmigo está contra mí, porque volvemos a entrar en el juego de los maniqueísmos, de extremismos entre el blanco y el negro, que nada aportan a la construcción de proyectos colectivos que están llamados a contener todo lo variopinto de nuestras sociedades, toda la maravillosa gama de grises.
No importa cómo lo llamemos: cámara de eco, ajuste por suposición, sesgo, ilusión óptica, atajo de nuestra mente por la urgencia de tomar decisiones, atención selectiva, error de interpretación, realidad distorsionada. La única manera de hacerle frente a esa sensación de vulnerabilidad humana es volver rutina la contrastación de fuentes, la comparación de contenidos y de medios y la conversación, para no dejar que la percepción ingenua y la falta de información suficiente nos induzcan al error, a la mala decisión o al juicio desatento y descarado.
El gran peligro, entonces, está en construir la idea de realidad de manera exclusiva con nuestro fragmento, porque casi siempre creemos que nuestros razonamientos son, en cualquier caso, más seguros, correctos y confiables que los de las otras personas.
Es maravilloso poner la tecnología al servicio del progreso, desarrollo y bien común, pero será necesario mantener la alarma prendida para que no influya de manera tan mecánica e inconsciente en nuestra manera de pensar.
No podemos dejar que esos temas complejos de los algoritmos, de las cámaras de eco, sean del interés exclusivo de los expertos en tecnologías digitales, porque nadie diferente a cada uno de nosotros debe ser el responsable directo por los propios juicios, interpretaciones, opiniones y construcción de la realidad que nos hacemos. Es el mínimo deber que tenemos como seres humanos pensantes y conscientes.