En el Museo presentan así la exposición: ‘‘Ethel Gilmour nos cuenta un cuento para celebrar la alegría de la vida y la belleza del mundo. En esta obra vemos fragmentos rebosantes de ternura sobre la vida apacible de un pueblo, cuyo centro es un guayacán florecido. Ethel, diminuta entre la lluvia de flores amarillas, mira la majestuosidad del árbol. Ella nos cuenta que los viejitos del pueblo se sientan a mirar el guayacán al final del día’’.
Sí, una serie de obras recientes relativas a la posible vida idílica de un pueblo colombiano, en el que es posible sentarse a la sombra de un guayacán amarillo florecido y apreciar (disfrutar) del mundo que nos rodea. Y sí, también, el cuestionamiento implícito a las razones que hacen imposible que en un pueblo colombiano, aunque florezcan los guayacanes, se pueda llevar esa vida de contemplación y deleite.
La obra de Ethel Gilmour siempre ha invitado a este tipo de reflexiones desde su creación artística llena de la exuberancia de color y vida del trópico. Ella, natural de lo que algunos llaman el sur profundo de Estados Unidos, que vino a Colombia enamorada de un colombiano, es una de las personas que con fuerza ha cuestionado, desde la plástica, el mundo contemporáneo según se ve desde estas montañas. Es la misma artista que en la puerta de su estudio recibe con estas palabras: “Una crítica de arte es la persona que sale al campo de batalla después de que la batalla ha terminado y dispara a los heridos”.
Informes en el 251 3636.