Situados en la selva del Vaupés o en el Bajo Atrato chocoano, una de las experiencias más significativas en la vida de cualquier joven está cruzada por el deporte.
Desde sus primeros años de vida, quienes habitan estos territorios, comprenden que, en medio del contexto vulnerado en el que se encuentran, la comunidad se expresa, coopera, teje lazos de confianza y resiste a toda forma de violencia a través de esta manifestación cultural. Pasa lo mismo en urbes como Medellín: sin importar la condición socioeconómica, una niña sueña con ser la próxima Mariana Pajón o pertenecer a la selección colombiana de fútbol femenino.
Pero, ¿cuál es el poder del deporte? ¿Qué hace que miles de jóvenes se motiven a vencer las barreras económicas, físicas, de seguridad y distancia, para llegar al campo de juego? Hoy, en medio de la selva o la llanura costera del Urabá, muchas Ibarguen y muchos Yuberjén caminan hasta tres horas, bajo 38 grados de temperatura para ir a entrenar, la mayoría de las veces sin el consumo calórico suficiente. Nadie les obliga, tampoco nadie les premia, y en muchas ocasiones, nadie les ve, pero están dispuestos al esfuerzo que amerita, con constancia y disciplina, por competencia o simple recreación. Verles hacerlo habla de una oportunidad única para la juventud de esta subregión, históricamente azotada por las violencias, donde el 29 % de los hogares no tienen satisfechas sus necesidades básicas y el 70 % de la población percibe ingresos por debajo del límite de la pobreza monetaria.
Pese a los desalentadores indicadores de calidad de vida, se presume que al menos 30 mil jóvenes de Urabá practican regularmente un deporte y, sorprendentemente, el 20 % de la delegación de atletas que representa a Colombia en los Olímpicos provienen de esta subregión de Antioquia. Como pocas actividades sociales y culturales, el deporte tiene el potencial de ser un espacio seguro que otorga la posibilidad de vernos como iguales en términos de derechos, hablar un lenguaje común que nos reconcilia y ejercer un liderazgo transformador, especialmente en la población joven. Además, si el deporte comunitario es orientado bajo metodologías específicas, algunos estudios han demostrado que puede incrementar la confianza social, fortalecer las redes de apoyo, aumentar la equidad de género y generar consciencia frente al bien público. ¿Hay algo que estamos dejando de ver?
Indudablemente, el deporte es motor de desarrollo y elemento identitario para quienes vivimos en Colombia. Cada kilómetro recorrido por estos jóvenes para ir a un entrenamiento forja una generación resiliente que empieza a desarrollar una mentalidad de proceso, vencer limitaciones con esfuerzo y alcanzar logros con disciplina, respondiendo con asertividad a los desafíos de una sociedad líquida, como lo diría el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, y con permanentes estímulos cortoplacistas. Aprovechar estas características para hacer del deporte un medio que fortalece las capacidades individuales y colectivas, más allá de las medallas y títulos, es la tarea que tenemos pendiente en Antioquia y Colombia.
Ad portas de la candidatura de Urabá como sede de los Juegos Nacionales 2027, diversos actores en Antioquia deberán unirse alrededor del legado olímpico, dejando capacidades en el territorio que vayan más allá de la infraestructura y reivindiquen el valor pedagógico del deporte para la inclusión, la equidad de género, la paz, el desarrollo social y como plataforma de liderazgo público en la que la juventud sea la principal protagonista. Fomentar el deporte para el desarrollo no solo es necesario, sino urgente, estratégico y en línea con el fortalecimiento de nuestra cultura.