El hombre es un animal racional, lo dijo Aristóteles. Pero Aristóteles no conoció a Trump, ni a Bolsonaro, ni a Boris Johnson ni a López Obrador: tal vez por ello lo podemos disculpar. Son excepciones a la regla, hubiera dicho el filósofo.
Aunque es claro que siempre y en todas partes ha habido excepciones, desde hace varias décadas no veíamos tantas excepciones con el poder de decidir sobre el destino de tanta gente. Estos personajes, como es de esperar, tienen en común que todos ellos niegan la ciencia.
El problema es que si la verdad científica no vale, la humanidad se despoja del único referente absoluto que tiene. Es decir, de aquello que todos podemos aceptar por el hecho simple de que las cosas ocurren así. La ciencia, por tanto, no admite opiniones. Por definición, no es ideológica.
Sobre la llegada del coronavirus a los Estados Unidos, Trump dijo no me lo creo. Hoy este país tiene más de 3,3 millones de contagiados.
A principios del siglo XX un judío alemán, Albert Einstein, dedujo que la velocidad de la luz en el vacío es una constante universal, esto es, que es igual para todos los observadores sin importar la velocidad a la que se estén moviendo, ni tampoco la velocidad de la fuente luminosa. Esta verdad ha sido aceptada por todos, incluso por quienes militan en los más radicales grupos antisemitas. Porque no se trata de una opinión. Es algo que puede ser verificado por árabes, chinos, europeos.
En ese sentido es que digo que es un referente absoluto: la verdad no depende del observador. Ni de la fuente que la ha iluminado (en este caso Einstein). La verdad simplemente es.
Cuando se descalifica el pensamiento científico se rompe toda posibilidad de comunicación y acuerdo entre las personas y los países, que es lo que ha venido ocurriendo en el mundo de hoy. Por mandato legal, 13 agencias federales diferentes prepararon un informe de 1.656 páginas, respaldado por 300 científicos, donde expusieron las causas y los devastadores efectos del cambio climático. Fue presentado al presidente Trump y su respuesta fue la siguiente: no me lo creo. Y por decisión presidencial los Estados Unidos se retiraron del Acuerdo de París.
Como todos lo vimos, la respuesta inicial de Trump a los informes sobre que el coronavirus había llegado a los Estados Unidos, y que se trataba de un asunto serio y grave, fue similar: no me lo creo. Hoy este país tiene más de 3,3 millones de contagiados y cerca de 135.000 muertos.
Esta forma de proceder y de razonar es también propia de los otros tres personajes que he mencionado. Como la realidad es completamente indiferente a si uno la acepta o no, dos de ellos salieron positivos en las pruebas. En esa ocasión sí le creyeron a la ciencia y se sometieron a lo que prescribieron los especialistas. Trump, por su parte, finalmente también se humilló: usó el tapabocas en un acto público.
Lo increíble no es tanto que exista ese tipo de personas. Lo inexplicable es que tengan seguidores. Claro que estamos en tiempos de la posverdad, de las teorías conspirativas, del tribalismo, de los hechos alternativos, en fin.
Aunque si se piensa detenidamente, el problema no es de ahora: la estupidez humana ha sido una constante a través de los tiempos ¿Acaso no es esto lo que nos enseña la historia, la universal y la propia?