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Por: Gustavo Arango | ||
He sido un temprano amante de la literatura. A los catorce envié mi primer cuento a un concurso y, como no gané, me convertí en un artista incomprendido. Tenía dieciocho años cuando mi padre publicó mi primer libro. Dos años más tarde, después de que lo mataron, escribir le devolvió a la vida su sentido. Cuando hice mi tesis doctoral estudié cuentos y novelas donde los protagonistas son escritores. Así descubrí que el escritor, según Albert Camus, es el más absurdo de todos los personajes y que la sensación de absurdo es necesaria para que las cosas tengan sentidos renovados.
Después descubrí un personaje todavía más absurdo que el escritor: el escritor que también es profesor. Seamos sinceros, es absurdo ser profesor. Corremos la maratón en la dirección contraria. Somos mosqueteros con tizas por espadas; criminales enfrentando todos los días el pelotón de fusilamiento. Cantamos, bailamos; somos una mezcla de tiranos y payasos. Somos la versión contraria de El retrato de Dorian Gray: mientras envejecemos, para el mundo alrededor no pasa el tiempo. No me malinterpreten. Amo la enseñanza. Mi vida sería menos vida sin las clases de literatura, pero no me engaño sobre la naturaleza de mi oficio. Somos cuerpos sin fantasías o deseos, sin debilidades o emociones. Somos sabelotodos. Todo eso fue lo que traté de reflejar en El origen del mundo. El primer borrador lo escribí en el verano de 2006, cuando enseñaba un curso de escritura creativa en Rutgers University. En mi relato fui sincero y abierto. Hablé sobre el doloroso divorcio que estaba viviendo y sobre la soledad en un país extranjero. Escribí que es imposible enseñar a escribir, que solo puede aprenderse desde adentro. Escribí de la experiencia de ser un profesor hombre en un salón con nueve mujeres, de su belleza, de los dobles sentidos que a veces navegaban en las charlas. Escribí sobre la tensión erótica y sobre las emociones que a veces se asomaban en las clases. Por algún tiempo tuve dudas sobre si debía publicar la novela. Me preocupaba su franqueza. Pero encontré los libros que necesitaba. Sidney Jurard, en The Transparent Self, me recordó que el verdadero artista revela una porción de su experiencia que la mayoría teme revelar. George Steiner, por su parte, me confirmó que un erotismo “del alma” está siempre presente en la enseñanza. Después de leer a estos autores me sentí liberado. Magnífico Delgado, el protagonista de mi novela, es un personaje que ha sido herido por la vida. Lo apasionan la belleza y la poesía mística. Trata de escribir un libro libre de él, pero siempre termina viendo su imagen en el espejo de tinta. Siempre consigue mantener a raya sus fantasías, sus miedos y la fascinación que le produce ver mujeres escribiendo. Su historia será presentada y vendida como una novela erótica, pero el erotismo que refleja es un erotismo del alma, el mismo de San Juan de la Cruz, una expresión de humanidad bastante rara en tiempos como los nuestros, en los que el cuerpo humano ha sido despojado de su carácter sagrado. Los humanos somos frágiles, pasajeros. Ninguno de nosotros quedará dentro de unos pocos años. Pero los libros quedan. Incluso si nadie los abre en muchos años, incluso si caen en las manos del olvido, los libros seguirán allí, insistiendo en contarle a nadie que alguna vez existió una comunidad perdida de artistas y académicos con sinceridad suficiente para recibir y celebrar las creaciones artísticas que hacían algunos de ellos. Versión condensada de una conferencia leída en el Convivium de profesores de la Universidad del Estado de Nueva York. El autor presentará su novela El origen del mundo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el próximo 27 de noviembre. |
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