Cuando jóvenes y alelados leíamos a Cortázar hablando maravillas de “Macedonio” o del “Gran Macedonio”, pensábamos que este sujeto inasible era un invento más de este “piantado”, pero con los años, habiendo encontrado la certidumbre escrita de su existencia terrígena, la sorpresa se infló a proporciones mayúsculas: Macedonio no sólo había sido el escritor argentino más corrido de teja de entre los siglos19-20, sino que era sin duda el rector absoluto de la literatura hiper-realista suramericana. Fernández de apellido (Buenos Aires, 1874-1952), rebelde juvenil, anarquista, socialista, utópico, amigo epistolar del filósofo William James, director de bibliotecas, juez que nunca condenó a ninguno de sus acusados y por eso lo despidieron, dicen que trabajó como abogado hasta la muerte de su esposa –con quien tuvo cuatro hijos-, y a partir de este hecho, en 1920, se produjo una ruptura radical en su vida que lo condujo a ser… El Gran Macedonio. La revista “Semanal” del diario “La Jornada” de México le dedicó a finales de febrero unas buenas páginas de homenaje, afilado abrelatas para que cualquier tímido aspirante a escritor tome sus herramientas y se lance al vértigo del oficio. Macedonio dejó sus hijos al cuidado ajeno “mientras él abandonó su profesión y se dedicó a escribir como un loco, viviendo en modestas pensiones. Sus únicas posesiones eran una sartén, un calentador, una pava para el mate, una guitarra y una foto de James”. Y fue desde sus humildes posadas desde donde desequilibró para siempre la literatura, por lo menos suramericana. Integró la vanguardia intelectual argentina con Marechal, Scalabrini, Borges, pero antes que escribir le interesaba lo que él denominaba “pensarescribiendo” sin dejar huella sino sólo recuerdos fantasmales de su vida imaginaria y, como anota Esther Andradi, “se convirtió en maestro de la vanguardia, del humor, del ultraísmo, del absurdo… Cultivó el arte de los saludos, de los brindis, de los prólogos, de los comienzos”. Y es justamente el arte de los prólogos el que para siempre determinó que nadie supiera nunca cuántas novelas u “obras de verdad” escribió, porque si bien es cierto que editó muy formal algo llamado “No toda es vigilia la de los ojos abiertos” (1928) y “Papeles de Recienvenido” (1928), su texto más famoso, “El Museo de la Novela de la Eterna –la Niña del Dolor, la Dulce-Persona de un amor que no fue sabido” se publica en versiones diferentes en cuatro decenios distintos y con diferentes nombres: novela inmensa que nunca termina de empezar porque es una fascinante sucesión de prólogos que a la vez se refieren a otras novelas que alguien está escribiendo mientras otros las leen, “novelas buenas” y “novelas malas”, “cuadernos de todo y nada”, “teorías”, etc. Entrar en Macedonio es entrar en el país-sin-gobierno de la literatura “muñeca rusa” (siempre salta un personaje distinto de cualquier parte, o personajes “inexistentes”, nadie sabe quién está escribiendo qué), de modo que bien puede postularse a Macedonio como el Presidente de la Literatura Nómada o siempre en marcha en terrenos de niebla. Invitamos a lectores y escritores primerizos a este desconcierto gozoso.
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El Gran Macedonio
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