Es primero de noviembre, es día para conmemorar y recordar a los seres queridos que partieron. Pero ¿se debe hablar de la muerte? Aun más, ¿por qué le huímos a esa conversación? ¿Por qué, siendo un camino natural, creemos que mencionarla es invocarla? Analizamos el tema con el tanatólogo y escritor José Gregorio Henríquez. Así somos, desde la mirada científica que se encarga de encontrar el sentido al proceso de la muerte, sus ritos y significado.
¿Cuál percepción tenemos en Medellín de la muerte?
“Hay una división. Por un lado, ciertos sectores de la población, de estratos medio y alto, se resisten a pensar en la muerte, a involucrarla en las conversaciones, en su cotidianidad, evitan tocar el tema. Se cree que tocarlo es invocarlo. Es vista como una conversación de mal gusto. En sectores de estratos bajos, al contrario, la muerte está en la cotidianidad y en el diálogo. Hay dos percepciones sobre la muerte, a pesar de tenerla de frente todo el tiempo”.
¿Por qué somos así?
“Faltan pedagogía y reflexión sobre el morir y sobre la muerte. De hecho, esta sociedad dispone espacios específicos para la muerte. Como somos una sociedad productiva, vemos al anciano como metáfora de la muerte: si ya no es productivo y ya no está en la economía, la sociedad lo va sacando. Es una actitud de negación de la muerte. Y cuando esta se presenta, se evacúa pronto. Medellín es la ciudad en el país con mayor intención de cremación”.
¿Quiere decir que vemos la muerte como expresión del fracaso?
“A la muerte no se le ponen riendas ni es posible domesticarla. La muerte cuestiona al profesional de la medicina; para los ritmos productivos, la muerte trastoca todo. Mientras en ciertos sectores, una persona fallece temprano en la mañana y ya al mediodía la están cremando, en otros la gente pide tener su velorio, acompaña a su ser querido de la iglesia al cementerio, hace la novena. Las clases más altas han ido quitando simbología. Cada ritual sobre la muerte lleva consigo una reflexión sobre la vida, sobre los ciclos vitales, dónde estoy, para dónde voy, pero lo hemos llevado a una cuestión social y al concepto de estorbo”.
¿Qué efectos puede tener en nosotros?
“Nos genera unos vacíos. Una sociedad que desvaloriza la vida y la muerte, entra a desvalorizar todo lo otro”.
¿Qué peso puede tener en esa visión la violencia que hemos vivido?
“Hay un efecto importante. Hemos llegado al concepto de vivir poco, pero vivir bien. De consumir y gastar lo más que se pueda, antes de irse. Y ese concepto borra el ser: no importa qué puedes aportar, qué sabes; solo importa qué tienes. Se suele hacer la referencia de que alguien “no tiene dónde caerse muerto”. Se cree que hay que tener, no importa cómo llegues hasta allá”.
Aprendemos de otras culturas ¿También podemos aprender otras percepciones acerca de la muerte?
“Las culturas campesinas tienen una forma natural de relacionarse con la muerte: los ciclos del campo, de sus animales, los partos hechos por parteras, eso transforma frente a la vida. En San Basilio de Palenque no es que haya fiesta por la muerte, es que hay ritmo, música que atraviesa toda la vida, hasta la muerte. La cultura Wayuu hace el ritual para decir adiós, es el homenaje de agradecimiento al ser querido”.
Ven la muerte con cierta naturalidad.
“La llevan de otra forma porque temerle es un despropósito, está con nosotros inevitablemente. En el Cauca, en formas parecidas a México, hacen banquetes rituales. En Mompox la gente en Semana Santa se va en la noche al cementerio y lleva música y velas”.
¿La invitación, así suene extraño, es por lo menos a hablar de la muerte?
“Es positivo poder hablar de la muerte en familia. Los niños manifiestan esas dudas. Abordar la muerte viendo con ellos una película de Disney, por ejemplo con el Rey León, aporta. Poder hablar en familia de qué quisieran hacer, qué les gustaría, cuando cada uno muera. Es una sociedad más sana. Es mejor hablarlo en familia a conocerlo en un noticiero o en una ficción. Incluso, es positivo que los maestros abran espacios con sus estudiantes sobre la muerte y el envejecimiento”.