Con motivo de una reciente investigación periodística sobre accidentalidad vial en el Oriente antioqueño, nos encontramos con una curiosa situación: la forma dispar como se le comparte a la prensa información específica, por ejemplo, sobre incidentes en los principales corredores que atraviesan nuestra subregión, pese a que estos cuentan con responsables operativos bien definidos.
Se trata de conglomerados privados que, con motivo de su quehacer económico, terminan cumpliendo funciones públicas y, por lo mismo, es de suponer, que esa doble condición les acarrea la obligación de facilitar a la prensa (y a cualquier ciudadano que la solicite) la información que les sea requerida para cumplir con su labor de veeduría y vigilancia.
Es algo que funciona muy bien en otras instancias donde a privados se les confían funciones públicas, como las Cámaras de Comercio. En Oriente, como en Medellín, sus comunicaciones institucionales son especialmente acuciosas y colaborativas. ¿Por qué no puede ser igual, con un manejo homogéneo de la transparencia, en otros tantos casos?
Vale la pena preguntarse por qué entidades como las curadurías urbanas, responsables de una cuestión capital para el armónico desarrollo físico de nuestros entornos, como la expedición de licencias de construcción, no cuentan, en su abrumadora mayoría, con personal dedicado de manera específica a ser enlace con la prensa y a emitir informes regulares de su gestión y de los trámites que allí se cumplen.
Otro ejemplo disonante de actores privados en cuestiones públicas y derecho a la información tiene que ver con los eventuales hallazgos arqueológicos acaecidos durante la ejecución de obras privadas, en predios privados, dado que se trata del patrimonio cultural de todos.
No siempre lo que se encuentra se rescata y no a todo lo que se rescata se le da publicidad. Como en tantas cosas, hay una profusa legislación (Ley 397 de 1997, Ley 1185 de 2008, Decreto 833 de 2002 y Decreto 763 de 2009, entre otras) que contempla la obligación de difundir lo encontrado, pero sin plazos para hacerlo.
Queda a voluntad del particular, que en no pocos casos desconoce (o no le conviene entender) la responsabilidad colectiva que llega a sus manos. Algo de laxitud o de omisión al respecto debe haber en las normas, pero también, hay que decirlo: existe un dejar hacer por parte de quien pregunta, de quien quiere saber o debería interesarse en ello; negligencia gremial y ciudadana que refuerza tales caparazones de opacidad.
Pedir respuestas precisas y oportunas, así como desdeñar “sugerencias” no tan sutiles de qué es “conveniente” preguntar o qué no, deben ser sanas costumbres a rescatar, tanto para periodistas y veedores ciudadanos como para actores privados en temas públicos.