¿Cómo así que al demoledor de El Poblado no le gusta cuando los trabajadores desastillan el marco de una puerta con una almádana, y que se le daña el día si un lavamanos sale quebrado después de una jornada de trabajo? Pensábamos que mientras más duro se les diera a los muros y más rápido cayeran piedra sobre piedra, para él sería mucho mejor.
Aunque parezca contradictorio, Héctor de Jesús Bedoya Giraldo, a sus 53 años, y luego de 30 años en el mundo de la construcción y 10 en demoliciones, se considera un romántico. Basa su negocio en hacer que muchos materiales de construcción salgan lo más intactos posible.
No pierde tiempo en contar anécdotas que dan cuenta de esa dualidad y de las habilidades que han marcado su vida laboral y personal.
“Empecé vendiendo panela en Guayaquil, fui plomero, pintor de casas, marquetero y fotógrafo profesional. Finalizaban los 80 y empecé a sentir que captaba las cosas fácil y me desempeñaba sin problemas. Si había que arreglar un techo o un baño, me daba a la tarea y lo lograba sin ayuda”, dice con una sutil sonrisa de orgullo.
Ya en su niñez mostraba habilidad para la fotografía. Empezó a tomar fotos con cámaras de “magicubitos” y se le volvió costumbre irse para Guayaquil a retratar a los gamines o para el Jardín Botánico a buscarles el mejor ángulo a las plantas. “Eso me relajaba”, recuerda.
Luego, en los 90, la irresponsabilidad y los vicios de muchos de los trabajadores que tenía a su cargo en obras de construcción, lo llevaron a elegir la demolición como camino: la responsabilidad era menor y solo debía asegurarse de que los obreros tuvieran buenas medidas de protección.
Pero no fue lo único que motivó su decisión. Por esos días un amigo le había pedido que le demoliera el techo de la casa para vender las tejas y la madera. “Le hice ese trabajo con cuidado y le busqué clientes para vender todo el material. Le vi el potencial al negocio y sentí que tenía esa habilidad. Si yo mismo era capaz de armar, era el más indicado para desarmar”.
Con el tiempo y su reconocida sensibilidad para destruir con los menores daños posibles, se vio enfrentado incluso a la demolición de una vivienda que había ayudado a levantar. “Era por la 35, por la iglesia Santa Teresita. Allá se veían construcciones de dos plantas, máximo. Hace poco, cuando me contrataron para demolerla, recordé todos y cada uno de los procesos para pegar el material, y, por supuesto, fue fácil desarmarla”.
Según cambie la ciudad
El trabajo de Héctor depende de las explosiones de vivienda, es decir, de la popularidad de los sectores para desarrollar la construcción de edificios. Empezó con construcción y demolición por las Torres de Bomboná, siguió en el parque de Boston y sus inmediaciones, después montó un depósito de materiales de segunda en Prado, pero la inseguridad lo hizo vender. Recaló en Laureles y desde hace ocho años está enfocado en El Poblado. Asegura haber demolido entre 60 y 70 casas (hasta 15 al año) por los parques Lleras y El Poblado, Los Parra, Los Balsos, por la 10, San Lucas y La Aguacatala.
Mientras lo acompañamos a demoler una casa en la loma de El Esmeraldal, le imparte a sus trabajadores una orden clara: sacar las puertas, los pasamanos, la teja, la tablilla de techo recuperable, la tubería, las canoas, las rejas de patio, las ventanas, los sanitarios, la baldosa y también el adobe macizo en caso de encontrarlo. Espera juntar un paquete de 2.000 tejas para venderlas en 400 mil pesos, vender una cocina de 25 millones en 8 y en general sacarle a esta casa de 250 millones, unos 20 millones en materiales para reutilizar, tras un trabajo de cuatro semanas.
Por su estilo rústico, todos los materiales extraídos de las casas viejas son manjar para los propietarios de fincas, aunque no es mucho lo que les puede sacar. “Cuando me toca demoler una casa de tapia vieja, antes le enciman a uno para tumbarla”. Por una vivienda vieja de 300 metros cuadrados enciman unos 6 o 7 millones, mientras por una más nueva es posible que le toque encimar a él.
Héctor es hombre de dualidades. Le gusta el rock pesado y a la vez le parece delicioso oír a Antonio Aguilar, José Alfredo Jiménez, Vicente Fernández y otros por el estilo.
Habla de sus dos hijas, de su preferencia por la madera por encima del metal, de sus intenciones de comprarse un terreno en Marinilla para criar animales, y de lo contento que vive con su familia en el barrio El Salvador, en una casa de 175 metros. “Uno trabajando como un ejecutivo y venir a meterse en cuatro paredes en un piso 14, ese no es mi ideal”. Pensamos en esa frase y en el nombre de su barrio. Porque eso es precisamente Héctor: más que un demoledor, es un salvador de materiales que cuentan muchas historias.