/ Juan Sebastián Restrepo
Siempre he pensado que cada tiempo genera las patologías mentales que se merece. El caso del culto al cuerpo, y todas las patologías que de este se derivan, no es la excepción. Me refiero a esa obsesión por hacer del físico una imagen insuperable a través de una constante lucha contra la naturaleza e interminables ritos cotidianos de esfuerzo.
Esta condición es esclarecedora, en primer lugar, porque devela nuestra verdadera situación frente a las imágenes que producimos. Y es que la nuestra es una sociedad del espectáculo, de la imagen. Por un lado producimos y consumimos imágenes, y por el otro, estamos tan dormidos, ausentes y carentes de vida interior, que terminamos por confundirnos con ellas.
Esta es la primera lección del culto al físico: olvidamos que somos un cuerpo orgánico para ser experimentado y tratamos de volverlo una imagen para ser mostrada. Pero este nunca es una imagen, porque una imagen es un parámetro, una idea vacía y sin tiempo, mientras que un cuerpo es carne que siente, informada de naturaleza y arrojada en el tiempo. Queremos que el cuerpo se comporte como la imagen, pero eso es imposible: él se envejece, se engorda y se enferma y, lo peor, no podemos corregirlo con Photoshop.
La segunda lección es que esta brecha se vive como una guerra contra el cuerpo en defensa de la imagen: desde el vigoréxico que trata de eliminar una debilidad imaginada a punta de esteroides y pesas, hasta la profesora de aeróbicos que coquetea con la anorexia, pasando por la señora que elimina el alma de su cara con pinchazos de botox, hasta la mujer que cambia unos pequeños senos por pedazos de materia inerte dentro del pecho. Todos comparten el dolor de no ser la imagen que los obsesiona, sino un cuerpo que no aceptan ni reconocen. Reconozcamos que el culto al cuerpo genera violencia contra nuestra naturaleza, así como el culto al progreso genera violencia contra la Tierra.
La tercera lección es que las personas obsesionadas con su aspecto no pueden ver el vacío y la angustia que motivan realmente sus constantes esfuerzos. Y ciegos ante la angustia, tratando de lograr la perfección, solo la aumentan. Nadie vence la naturaleza. El vigoréxico terminará blando como Schwarzenegger, la adicta al bisturí acabará deforme como la Tigresa del Oriente, la bulímica perderá la alegría interior, y, a fin de cuentas, la arruga es menos ridícula que el botox. La moraleja siempre será: el tiempo no para, nadie vence a la naturaleza y no hay cuerpo perfecto.
La cuarta lección es que nunca nos preguntamos seriamente ¿para qué? La respuesta es clara: lo hacemos por amor, para que nos quieran, porque nos metieron el cuento de que si no teníamos un cuerpo perfecto no nos iban a querer. ¿Pero han constatado ustedes si aquellos fanáticos del cuerpo que se acercaron a lograrlo fueron amados por ello? La respuesta es obvia: no. El amor es precisamente aquello que trasciende las apariencias.
Las quinta lección es lo obedientes y dóciles que somos para tragarnos mandatos e imposiciones que hacen de nuestras vidas pequeños infiernos. Con cuánta facilidad nos dejamos meter en moldes, el silencio con que nos tragamos la maldita violencia cotidiana que nos imponen los medios y la ligereza con que traicionamos nuestra verdadera naturaleza.
Si lo que buscamos es felicidad, vamos a tener que dejar atrás la pendejada, porque andar de pelea con el propio cuerpo, es hacerse la guerra a sí mismo. Y nadie es feliz existiendo en el enemigo.
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