El confitero gardeliano
Desde hace siete años don Nelson vende dulces e inciensos en las calles de Manila. Su forma de vestir lo identifica
Diariamente Nelson de Jesús Posada Vélez se ve sentado en la esquina de la 43 D con calle 10 A, en el centro de El Poblado. Su pinta, como la de los hombres de los años 50, cuando el tango retumbaba en las vitrolas de los bares guayaquileros, no pasa desapercibida. Y menos en estos años de reinado del bluyín.
Lleva sombrero gardeliano y saco negro, corbatín y unos zapatos de charol italianos marca Roselly, de esos que usan los bailarines de tango con toda su bohemia y elegancia. Debajo del ala de su sombrero se descubren unos ojos verdes claros y unas delgadas cejas pobladas de hebras color plata.
“Desde joven me ha gustado vestir bien”, explica, pues sabe que su estampa no es común. A sus 69 años el susurro de su voz ronca, en medio del tráfico, es ahogado por el ruido de los motores. Solo cuando habla de los cantantes de tango, de los que dice saber de memoria sus biografías, su voz se pone enérgica y vivaz, como si de nuevo tuviera 20 años.
“El tango me ha acompañado toda la vida. Yo conocía a muchos de ellos, los que venían de Argentina a cantar a Medellín. Los que visitaban lugares como el Salón Málaga, el sitio más popular de tango del Centro”, dice. Sus ojos adquieren brillo. “Cada vez que puedo voy con un amigo a escuchar música y pasar un buen rato”.
Surgen más recuerdos. “Hace poco me presenté en una obra de tango basada en mi propia historia, hice el papel de mi propia vida. Salí al escenario y desesperado busqué a mi hijo, el que murió. Luego apareció un cantante de tango, que hacía las veces de mi hijo, e interpretaba una canción”, cuenta Nelson mientras saca una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de su saco. “Soy un fumador empedernido”, se excusa.
En los años setenta Nelson trabajó como mesero en una taberna. Se llamaba El Abasto Tango, quedaba en la calle Colombia con la carrera 65. Allá pasaba las noches escuchando las historias de los beodos y los tangos de Carlos Gardel, Raúl Berón, Juan Carlos Godoy, Agustín Magaldi, Jorge Valdez y argentinos de voz aguardientera que visitaban la ciudad, impregnando de aroma bonaerense las calles de Guayaquil y todo Medellín. Allí, entre tertulias, conversaciones y tragos dobles, vivió parte de su vida. De ahí también salió su pinta.
“Yo soy mesero profesional. Todavía trabajo cuando me contratan para alguna fiesta. Ya por viejo es más difícil conseguir trabajo, pero a veces la gente me busca para atender sus reuniones. Hoy sobrevivo vendiendo dulces, porque no tengo pensión”, dice Nelson mientras sostiene una pequeña caja donde lleva confites, chocolates y barras de incienso que ofrece a los conductores cuando el semáforo de la 10 A está en rojo.
En los ojos de este tanguero por vocación, mesero de profesión y confitero por necesidad, se esconden muchas anécdotas desde que nació el 16 de junio de 1943 en Pueblo Rico, en el suroeste antioqueño. “Al año de nacido me llevaron para Ciudad Bolívar y después para Envigado. Allá fue donde crecí. Cuando tenía como 15 años recuerdo que iba a coger naranjas a Otraparte, donde Fernando González, quien me hablaba de filosofía. La universidad mía siempre fue la lectura”, comenta. Fue así como Dostoievski, Tolstoi, Homero, Camus, Capote, Víctor Hugo, Nietzsche, Wilde, entre otros, se convirtieron en la mejor compañía de su juventud.
Con gratitud recuerda también los años de soldado raso en el segundo contingente del Batallón Colombia, época en que la guerrilla era llamada “chusma” y existían célebres forajidos como “Sangre Negra”, “Tiro Fijo” y el “Capitán Galleta”, a quien capturaron, cuenta Nelson, en Sevilla-Valle, fortín de la chusma liberal. “Era el único pueblo que tenía dos cementerios: uno para la gente normal y otro para la chusma”, expresa con el tono conservador de los devotos de la Santa Cruz.
Hoy en día el confitero gardeliano, con lo poco que gana de dinero, paga una habitación en el barrio Naranjal. Tiene cuatro hijos, con quienes habla periódicamente, y muchos amigos que lo saludan en las calles. Dice que las personas de El Poblado han sido generosas con él, que la familia Laverde Uribe fue la que le regaló el traje de gala que viste, y que en el parqueadero Zona Libre le celebraron su más reciente cumpleaños.
A las seis de la tarde, cuando termina su jornal, camina por la calle 10 hacía la estación del metro, en medio de las oficinistas de traje de lino, que van apresuradas. Lleva su mano izquierda en el bolsillo y con la derecha agarra su maletín, donde guarda su vida entera: los dulces, las fotos de sus hijos, la libreta de teléfonos con estampitas religiosas y, cómo no, muchas oraciones a la Santa Cruz, para regalarle, sobre todo, a las mujeres embarazadas. El saco negro, que parece ser de unas tallas más grande, le cuelga hasta las rodillas.
En el metro, recostado en una de las ventanas, observa la ciudad. Parece estar naufragando en sus pensamientos, repasando los años de su vida mientras el tren avanza, viendo las luces de los cerros pasar como una película fotográfica.