El arte en sí es un fin

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El arte en sí es un fin”
El trabajo constante y disciplinado ha caracterizado al artista plástico Yairo Mejía Villa

Su figura entre delgada y atlética y su pelo cano son familiares en el centro de El Poblado. Frente al colegio Palermo entabló su estudio desde 2003 hasta principios de 2011, cuando se trasladó a la calle de la Buena Mesa, en Manila. Allí, en un empinado tercer piso no apto para ebrios, encima de un montallantas y entre el cementerio y la estación de policía, tiene su taller de dibujo, pintura y escultura.
Ave nocturna de largo vuelo, llega diariamente, no antes del mediodía, para empezar una prolongada jornada dedicada al arte y a la lectura, acompañado por la música de sus viejos lp’s.
Obras que dan cuenta de sus distintos momentos artísticos se aprecian en las paredes de la vieja casa.
Yairo Mejía abandonó Bogotá, su tierra natal, en el 96. Estaba en crisis, se sentía estancado e insatisfecho con su producción. “Estaba haciendo cosas que no me gustaban absolutamente nada y tenía una marquetería que me quitaba mucho tiempo. Pensé: aquí me voy a acabar, me voy a suicidar o voy a terminar alcohólico, mucha rumba, mucha vaina y no quiero eso”.
A manera de escape, entonces, se radicó en Rionegro (su esposa es paisa) y se concentró en su vocación. “Me encerré siete años a pensar mucho, a limpiar todo. Empecé una guerra con la obra, conmigo mismo, porque si la obra no está bien, yo no estoy bien. Yo sabía que iba sólo a trabajar, sin ninguna distracción ni las tentaciones de una ciudad como Bogotá. Me encerré a hacer y a destruir hasta que fue saliendo algo que me gustaba un poquito más y con esas cosas que ya me gustaban hice una exposición en el 2000 en el Palacio de la Cultura. De ahí para acá, la obra ha ido madurando, consolidándose, estructurándose”.

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Lo que se hereda…
“Nací en el 47, en una familia normal”. Es decir, heterogénea. El uno fue militar, el otro ingeniero, el otro comunicador, la otra trabajadora social, y Yairo, el artista que se impuso contra viento y marea debido a la no muy buena reputación que tenían los artistas en su familia. “Mi abuelo Villa tocaba todos los instrumentos que tuvieran cuerdas, pintaba al óleo, hacía acuarelas, pero se quedó ahí. Un tío era medio genio, escultor, pintor, inventor; inventaba una cantidad de cosas pero también se fue quedando ahí, no patentó nada y se la pasaba en cine. La preocupación de mis padres era que yo llegara a ser como ellos, que no se proyectaron”.
Gracias a un castigo, a los 7 años se manifestó su vena. “Como me fue muy mal en el colegio, me prohibieron salir en vacaciones y ahí me puse a dibujar. Cada vez que iba una visita a la casa le decían ‘mire el talento que tiene el niño’. Comencé a meter color y desde ese momento la idea mía fue llegar a ser artista. Castigado y todo, sirvió como la forma de expresarme ante el mundo, aunque con mi papá fue un problema. Me tocó luchar mucho y hacerlo casi a la fuerza”.
Y a la fuerza logró el apoyo familiar para estudiar Bellas Artes, en Los Andes, donde mucho aprendió de maestros como Juan Antonio Roda, Santiago Cárdenas y Juan Cárdenas. Precisamente fue una frase de este último la que lo salvó de sucumbir ante una aguda crisis de desencanto. “Un momentico, Yairo -me interrumpió cuando dije que yo no servía para esto-. Es que tú tienes algo que muchos artistas quisieran tener”.
“¿Qué?”, preguntó escéptico.
“Poesía”. Eso me animó a seguir y no he parado”.

Testimonio
Abstracto, figurativo, minimalista. Su trayectoria ha sido una evolución constante. “Los cambios obedecen a una necesidad de aprender. Es arte contemporáneo pero toca muchas influencias, y hay un problema de espacio que me parece muy interesante”.
“¿Mi objetivo? El arte en sí es un fin”, concluye. Es como dejar un testimonio de que uno vio el mundo así. Mi meta es llegar a producir una obra muy rigurosa, muy limpia y a través de ella expresar todos los sentimientos que tengo. Tan buena, que cuando esté viejito diga: ’eh, yo como que sí hice algo bueno en la vida’”.

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