Hace un par de semanas me preguntó un ser querido si yo deseaba algún obsequio en particular, con motivo de mi cumpleaños. – Vaya, ¡qué pregunta! – pensé. Sin dudarlo le pedí una carta manuscrita. – “Algo de nosotros que se te venga a la mente, escríbelo de tu puño y letra.” – le dije. En el fondo, yo deseaba atesorar para siempre cualquier pensamiento o sentimiento de esta persona especial para mí. Ese sí que era un regalo.
Las cartas son recetarios insospechados que tienen el poder de aliviar el corazón en tiempos de olvido; una carta lleva impresa sobre sí misma un pedazo del alma de su remitente, en el mejor de los casos, si son de seres amados que están o que se han ido, dejándonos grandes huellas.
Para un buen destinatario y cuidador, la custodia de una carta vence cualquier término de tiempo y distancia; le devela en absoluta disponibilidad memorias que allí reposan con esa magia implícita que revive emociones, que conecta recuerdos desperdigados en el tiempo. Además, con esa asombrosa e inexplicable capacidad que tiene el cerebro de leerlas con la misma voz del remitente. Les ha pasado, ¿verdad?
Soy partidario de volver a las cartas, de no dejar perder ese conjuro mágico y creativo de sentimientos y emociones convertidos en manuscritos, acrósticos, esquelas, poemas que nacen desde las entrañas y pasan por el brazo protector y las manos que acarician de quien escribe; brotes de tinta que congelan momentos, vivencias, historias añejas que no tienen otra función más que prolongar pedazos de vida, tiempos de calidad, presencias añoradas o voces que ya no susurran.
No hay nada más sublime que develar e inmiscuirse en el lenguaje literario de las cartas, esas epístolas capaces de crear un éxtasis sobre puentes de papel, relaciones imposibles como Las cartas a Julieta, de Gonzalo Arango, o las conmovedoras reflexiones de un abuelo con su nieta amada en Cartas a Antonia, de Alfredo Molano Bravo, o ese amor apasionado y distante entre Bolívar y Manuelita Sáenz.
Yo quería cartas en mi cumpleaños, en tiempos del fugaz mensaje de texto, para volver a casa y sumergirme cuantas veces sea necesario en ese buzón que contiene la belleza de lo vivido y recordar para volver a pasar por el corazón.
De mi padre, por ejemplo, solo atesoro una carta breve, que hace muchos años hizo para mí; cuando releo ese pequeño fragmento que atesoro como ninguno, ocurre el encanto de revivir muy dentro de mí el tono suave de su voz y sus consejos.
Ahora, en mi condición de papá, escribo cartas a mis hijas como pequeños bloques de papel que entregaré en su futuro adolescente para que construyan y se refugien en inmensos castillos llenos de recuerdos, pensamientos y reflexiones que alguna vez nos hicieron mejores y fortalecieron nuestras vidas.
Vivimos tantos momentos que se escapan como agua entre las manos y solo pueden contenerse en la escritura sensible y sin restricciones de lo que llamo: el alma de una carta.
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