La sociedad es el medio del crecimiento personal, pero también es la que moldea, la que impone creencias, valores, comportamientos. Todos ellos los vamos asimilando poco a poco, aunque también son comunes los aprendizajes de choque, las estrelladas…
Veamos. Desde la niñez estamos movidos por la búsqueda de la aceptación: que nos permitan ingresar a la barra de amigos, que nos tengan en cuenta en la alineación del partido, que la muchachita aquella nos regale una mirada… Pero integrarnos al grupo supone acomodarnos a sus reglas ¿Cómo me van a aceptar si no hablo su argot, si me visto o me motilo distinto, si no me dejan ir donde los otros van, si no tengo lo que los otros tienen? Sabemos que no podemos ir en contravía de lo que rige en el grupo y que, si no encajamos, nos quedamos por fuera. Cualquier cosa quisiéramos, ¡pero no la condena a estar solos! Esta, entre otras, es la razón por la que nuestros muchachos y muchachas son casi uniformados. Y no sólo en el vestir.
Lo común es que lo de afuera no es lo mismo que rige en otro grupo en el que nos movemos: la familia. Y vienen los problemas: es que ustedes no me entienden, ustedes son anticuados, mis amigos van a creer que yo soy un bobo… en fin. Creo que todos hemos oído o dicho esas expresiones. Conflicto intergeneracional que llaman. Lo cierto del caso es que esas cosas se van resolviendo, buena o malamente, pero la vida sigue su transcurrir.
El punto sobre el que quiero llamar la atención es que no sólo la juventud está uniformada: los adultos también. Y es porque la sociedad sigue imponiendo sus reglas y sigue moldeando sus miembros, siempre y en todas partes. Con una pregunta podemos hacer claridad sobre esto: ¿por qué la inmensa mayoría de los saudíes son sunitas, los latinoamericanos católicos, los ingleses anglicanos, los iraníes chiitas? Porque cada una de las religiones mencionadas es parte constitutiva de la cultura de esos países: lo normal es que un ortodoxo ruso sea ortodoxo no porque decidió serlo sino porque nació allá. Es un producto de su cultura.
Como decíamos antes, todo sistema social genera un conjunto de creencias, valores y pautas de comportamiento: para el hombre del medioevo en Europa, por ejemplo, la vida giraba básicamente en torno a la búsqueda de la salvación del alma o, lo que es lo mismo, de evitar ser castigado con la condenación eterna. En el mundo de hoy las cosas son distintas: todo gira alrededor del eje producción-consumo, este es el alma del sistema. Socialmente a la persona se le reconoce es por el lugar que ocupa en la cadena producción, distribución y venta de cosas, tangibles o intangibles. Pero, más importante aún, por lo que consume. Nadie se pregunta ya si aquel señor es un santo o un pecador, otros son los adjetivos que se usan ahora para describir una persona, ¿verdad?
Cada sociedad va creando el ser humano que necesita. En el capitalismo global del siglo XXI, el sistema educativo, después del ciclo básico, se orienta en lo fundamental a preparar al individuo para la producción de bienes y servicios. Por su parte la publicidad, que sentimos quiere copar todos los espacios y momentos de nuestra vida, tiene la misión de llevarnos a comprar todo aquello que se ofrece. En esa forma se va definiendo nuestro hombre de hoy, el que conocemos y, tal vez, el que somos.
La cultura del consumo ha creado su propia mitología. Grandes dioses y dioses menores, titilan en nuestro inconsciente: son las marcas. Ellas nos prometen prestigio, salud, belleza, juventud eterna ¿Acaso esto no es el cielo?
Si la publicidad comercial nos seduce con el cielo, cierta clase de propaganda política usa otras armas, generalmente muy efectivas para sus propósitos: el miedo y el odio. Nunca veremos una mujer exuberante invitándonos, por ejemplo, a combatir un adversario. Nos pintarán más bien un ser repugnante que nos amenaza. En todos los casos el mensaje, tanto el comercial como el político, no está dirigido a nuestra razón: pretende es provocar determinadas emociones, las que el dueño del mensaje quiere que nosotros sintamos.
Cuando bajamos la guardia y son otros los que piensan, los que deciden por todos, estamos en un grave riesgo: es muy probable que a quienes les permitimos pensar por nosotros no estén precisamente pensando en nosotros. Que sólo piensen en sus intereses.
El libre albedrío es algo más que poder decidir de qué marca comprar un objeto que no necesitamos. Y también, mucho más que aceptar prestarnos como ingenuos multiplicadores de los mensajes u opiniones que recibimos de cualquier locutor de radio o de la televisión; en fin, de servir de caja de resonancia de lo que nos dicen los medios de comunicación o de lo que nos envían a través de las redes sociales, sin pasarlos por el filtro de la reflexión propia. La primera pregunta que nos debemos hacer es: ¿quién se beneficia con el tratamiento que se le da a esta noticia o con la opinión que este señor expresa?
El libre albedrío es la capacidad de ser autónomos en nuestras decisiones, de no ser manipulables mediante las argucias de la publicidad o la propaganda, de no delegar ni confiar a otros lo que tiene que ver con nuestra propia vida. En otros términos, implica negarnos a hacer parte de un rebaño. El libre albedrío, como el mismo ser humano, es algo que se construye. Y el punto de partida de ese camino es la duda, hacernos preguntas, no tragar entero.