Versión comprimida de una entrevista con la pintora, Dora Ramírez, publicada en el libro “De tacón en la pared” (Colección Autores Antioqueños, # 80). Su trabajo y sus ideas no tienen fecha de caducidad. Cien años no son nada…
De colores hasta los pies vestida, con esos ojos pequeños y juntos y muy expresivos, y con el pintalabios rojo sobresaliendo siempre de los límites de la boca, parada frente al espejo, parece un autorretrato. Es que Dora Ramírez es como la pintan, como pinta, como se pinta. Igualitica a Los Mitos, la serie que empezó gracias a su loca pasión por el tango.
Gancho y caminata sincopada, voltereta y desmayo, y ¡suaz!, estampó en un lienzo a Gardel emergiendo de las llamas. Le siguieron trece luminarias más, en formato de 1.20 por 1.20: John Lennon y los otros tres peludos de Liverpool, la Monroe, María Félix, Pola Negri, Valentino, Bolívar, Manuela… “Los mitos entran a las casas y forman parte de la vida de la gente. Son una fuente inagotable”.
Como inagotable es su propia historia. Una niñez llena de crayolas. “Era una caja verde de dos pisos. Todavía tengo aquí el olor de esas crayolas. Me extasiaba con ellas… Muy chiquita me entraron a Bellas Artes; tan de buenas que me tocó con el Maestro Eladio Vélez. Luego me gané un concurso infantil de baile y, ¿sabés que era el premio?, una caja de acuarelas. Pinté un florerito”.
Luego el diploma en el Sagrado Corazón y un paso fugaz por Arte y Decorado. “Me retiré porque ya llevaba como cinco años de novia y tocaba casarme. La pintura pasó a un segundo plano durante quince años. Me dedique a levantar seis hijos que adoro. Cuando el menor entró al colegio volví a echar de menos el olor de la pintura. A una cuadra de mi casa, la Universidad de Antioquia abrió una academia que después fue Artes Plásticas. Estudié allí con Aníbal Gil todos los días de 5:00 a 7:00 de la noche, cinco años. La cosa iba bien hasta que llegamos al desnudo. Pintamos un modelo en pantaloneta, así agachado; parecía que no llevara nada encima. A mi marido no le gustó esa etapa del aprendizaje”.
En ese entonces que una mujer joven, con seis hijos a cuestas y una casa de zaguán en Caracas con El Palo, incursionara en los terrenos del divorcio y del caballete al mismo tiempo, era plato suculento para los vecinos y los amigos de los vecinos.
En una extensa carta, uno de tales metiches le comentaba al señor Ramírez, entre otras sandeces: “… Eso de que al amanecer vean salir de una residencia que tiene su jefe ausente y ya separado del matrimonio, a un grupo de músicos y escritores bohemios acompañado uno de ellos de su amante, y que luego en compañía de esas mismas gentes se vea por la calle a una señora, no es digno. Las gentes se preguntan si será posible que una mujer que no supo conservar el afecto de su esposo sepa conservar la dignidad de su familia, estando rodeada de gente de tan baja esfera…”
Dora, a quien nunca le importó el qué dirán y sospechaba del mojigato, en esta ocasión sí sufrió mucho. “Por mis hijos. Hasta grandes ellos no conocieron el dichoso papel. Mi papá lo leyó, me lo entregó y me reiteró todo su apoyo. Me conocía muy bien. Igual el Maestro Fernando González, a quien llamé a contarle del anónimo; me habló tan claro de la verdad y de la vida que no sólo me sirvió en esa ocasión sino en otras posteriores. Cada quien debe vivir con su verdad”.
La suya no tiene recovecos. Es de puertas abiertas como lo fue su casa de Caracas, la de las legendarias tertulias culturales. “Esa época de mi vida fue deliciosa. Iba el que quisiera ir, desde compañeros de mis hijos hasta amigos de los amigos. Poníamos música, tocábamos guitarra, conversábamos, yo cargaba muchachitos. Nunca me estorbaban, en la casa hacían lo que querían: bicicleta, patines, fútbol… Todo encima de las visitas. Mi familia ha sido lo primero”. Lo segundo, el baile: “Es que a mí lo que en realidad me hubiera gustado ser es bailarina; de tango o de cualquier cosa. Me fascina bailar”. Disfrazarse, chantarse la pinta arrabalera.
Pero es pintora hasta los tuétanos. Pinta en la sala, en el comedor, en el patio, en sitios donde pueda saludar a todo el que entra y despedir a todo el que sale. La mañana es su preferida. “Si me encarreto sigo por la tarde y a veces hasta por la noche. Otros días no toco los pinceles, prefiero pintar menos y vivir más”. No sabe de cuadros destruidos, ni de cifras, ni de polémicas, ni de etiquetas, ni de dolores de cabeza, ¡ni de gafas! Los colores la enloquecen. “Cuando no me decido los pongo en fila y utilizo el que me haga señas. Hay un magenta… Algún día me tengo que hacer un vestido de ese magenta. Quedé con ganas desde que al almacén de mi tía Lila llegaron dos vestidos de tallecito largo, así, divinos. Uno era magenta y se lo dejaron a mi hermana que porque le salía más”.
No sé si finalmente se hizo el vestidito de sus sueños, lo que sí consiguió es que la aceptación de su obra haya sido unánime. “He tenido mucha suerte con la crítica pesada”. Marta Traba, Fernando Botero, Gómez Sicre, Juan Calzadilla, Pierre Restany y muchos otros, la entronizaron en las grandes ligas del arte internacional. Y ahí sigue tan campante, tan presente, cien años después de haber iniciado su autorretrato.
Dora Ramírez, mito de sus Mitos.