- Publicidad -
Por: Juan Sebastián Restrepo Mesa | ||
Hay muchas cuestiones dignas de reflexión en torno al nacimiento y crianza inicial de un hijo. Entre otras cosas, es importante mencionar que se trata de un suceso crítico, que exige renuncias y elecciones, y obliga a una transformación en la estructura familiar. Demanda la inversión de cuantiosos recursos físicos, emocionales y mentales, y genera profundas transformaciones tanto en la identidad de los padres (al menos de los que tienen un mínimo de sensibilidad y consciencia), como en la relación que habían construido hasta el momento del nacimiento y los primeros meses.
No obstante, una conversación que sostuve con un gran amigo sobre el asunto de la paternidad, desvió mi atención hacia una cuestión especialmente oscura y, a mi modo de ver, bastante importante. Él me contó que siendo más joven (ahora tiene 40 años) se le había “activado el instinto paterno” de la siguiente forma: “Un día me desperté y sentí que debía tener un hijo que fuera un portento para alguna cosa: un gran presidente, un Donald Trump, un premio Nobel, un filósofo como Nietzsche o un psicólogo como Freud”. “¿Y por qué no le diste rienda suelta a tu deseo?” le pregunté. “Pues muy sencillo”, me dijo, “se lo conté a mi terapeuta y este me respondió: lo que me decís es muy cómodo y ahí estás pintado: querés traer un inocente al mundo y ponerle a realizar la tarea que vos no quisiste. Desde ese momento me puse a realizar en la vida, aquellas cosas que había pospuesto por mi mediocridad. Compré, eso sí, dos labradores y me di cuenta de la forma en que me hubiera tirado al hijo. Me obsesioné con ellos, era esclavo de ellos, en lugar de cuido les daba leche y finalmente los regalé”. Lo anterior me remitió a una pregunta: ¿Qué lugar ocupa un hijo en el deseo de la gente? Mi amigo lo quería para que hiciera por él, lo que no había querido hacer por sí mismo. Muchos los quieren para depositar su deseo propio de éxito y fama. Otros para depositar sus sueños frustrados por la cobardía y la vida vivida a media máquina. Para muchos el hijo será un heredero. ¿Pero heredero de qué? La mayoría de nosotros ni siquiera se ha preguntado qué de lo que tiene es digno de heredarse. El recuento de deseos posibles es innumerable. Lo importante es saber que un hijo ocupa un lugar en el deseo de sus padres y que ese deseo no es siempre simple y generoso. Mientras más oscura, irrealizada y pendiente esté la vida de una persona, más turbio y cenagoso será el lugar que su deseo le da a un hijo. Otra pregunta que me surge es: ¿Para qué se quiere un hijo? Y claro, hay otro sinnúmero de respuestas, entre roles y adjetivos: para que sea excelente, famoso, futbolista, bondadoso, redentor, soldado, rico, feliz, pobre… Pero la verdad es que un hijo nunca será igual a los deseos de sus padres, ni responderá a sus “para qué”. Posiblemente los viva o padezca; incluso puede tirarse la vida enredándose en ellos. Pero nace para ser él mismo, con su ineludible destino humano, sagrado y mortal. Es imposible no desear, pero lograr esta consciencia implica un lugar distinto para los hijos. Ya no serían la respuesta a nuestros deseos y frustraciones, sino una misteriosa celebración de la vida, la afirmación del milagro de vivir y de un compromiso con el amor. Ya decía el poeta Khalil Gibran: “Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti, porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer”. Próxima columna: Algunas reflexiones sobre los hijos en edad preescolar. |
||
- Publicidad -