El resultado de un buen diálogo no se mide por los acuerdos, consensos o negociaciones alcanzadas, porque conversamos fundamentalmente para entender, lo que no siempre significa lo mismo que justificar. Si la naturaleza de las relaciones humanas es compleja, el diálogo también lo es porque allí se da una amplia red de juegos interdependientes de razones, emociones, interpretaciones, necesidades, intereses, experiencias y expectativas.
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Aunque tenemos la predisposición natural a la conversación, es necesario estudiar y entrenarnos en las distintas metodologías de diálogo para hacer posibles las necesarias transformaciones que se buscan con su ejercicio. Esos cambios no caen del cielo por fuertes que sean las buenas intenciones. Un diálogo social legítimo y auténtico requiere de altas dosis de voluntad, humildad, honestidad, transparencia, naturalidad. Solo así será posible construir en conjunto. Para entenderlo a cabalidad viene bien la analogía del sembrar, con paciencia, persistencia y confianza. No es un combate donde alguien gana y otro pierde, como si fuera una cacería. Y la más peligrosa manipulación llega cuando caemos en la tentación de limitarnos a decir lo que el otro quiere escuchar.
Siempre nos dicen que cambiar de opinión es resultado de debilidad de carácter, de falta de potencia en los valores y principios. Yo me permito proponer, en cambio, que, cuando somos capaces de variar nuestra opinión gracias a la riqueza de los argumentos y motivos del otro, nos encontramos frente a una importante señal de madurez y sabiduría. Una de las mejores maneras de invertir en mejorar nuestra humanidad es a través de esta experiencia, facilitando y participando de diálogos inteligentes que pueden llevarnos a cambiar de opinión.
La confianza mutua es el resultado de dialogar legítimamente para reconstruir relaciones. En el encuentro dialógico cada uno deja su propia y particular huella digital que aporta para una mirada más total y así permitirnos ir del yo al nosotros. Cada uno aporta sus memorias, posibilidades, emociones, intenciones, valores y actitudes. Por esa estructura de pensamiento y acción se filtra el cómo escuchamos y qué privilegiamos en el diálogo.
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Vamos reconociendo lentamente que escuchamos, no para responder, sino más bien para aprender, entender, comprender; y por eso es primordial distinguir los hechos de las opiniones, utilizar un lenguaje adaptado al interlocutor, cuidar la calidad de las preguntas, no cerrar el diálogo con el juego de respuestas implícitas, no interrumpir, demostrar que se está escuchando.
Vemos entonces que el diálogo va abriendo puertas a lo incierto, a lo desconocido, que es donde más se aprende porque se aparta de lo seguro y conocido. Esa construcción conjunta para tender puentes debe buscar transformar sin causar ningún daño, como imperativo ético.
Los prejuicios y tabúes, tan hondamente instalados en nuestro ser, no desaparecen, pero sí se reducen y controlan gracias al entrenamiento en el diálogo. Lo que aparece en principio como conflictivo puede girar hacia nuevas oportunidades y hacia la asociación de distintos talentos para encontrar formas más creativas de convivencia social y nuevos horizontes de entendimiento.
Sabemos desde siempre que sin individuos que dialoguen no existe la sociedad organizada. El sentido del nosotros se construye en la aceptación de los otros, junto a cada uno de nosotros en la convivencia; y ahí juega un papel importante el derecho a la discrepancia porque la homogeneidad no es la finalidad del diálogo. Por eso Humberto Maturana nos recuerda que “la cultura es una red de conversaciones que define un modo de vivir”.
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Al dialogar se logra algo nuevo que no puede encontrarse en solitario. Lo subjetivo se abre camino hacia lo más colectivo, hacia lo intersubjetivo.
Por todo lo anterior podemos insistir en que nada supera la eficiencia de un encuentro cara a cara: allí se da la más auténtica comunicación y es el ideal de la interactividad humana.