Hace unos días me detuve a mirar. No era algo extraordinario. Era apenas una hoja seca aferrada a un charco, resistiéndose a flotar. Y me vi en ella.
Flotar es un acto tan sobrevalorado como automático: nos enseñaron a avanzar, a movernos rápido, a no detenernos ni en la propia sombra. Pero, ¿cuándo fue la última vez que dejamos de flotar para realmente mirar?
Lea todas las columnas de Vivir la Transformación aquí.
Vivir en Medellín, con sus contrastes disfrazados de privilegios y otros de vulneraciones, exige más que presencia: exige conciencia. Y no esa que se escribe con discursos, sino la que se respira en lo minúsculo. Una conciencia que no se mide en seguidores, por redes, por el qué dirán o a quién darle la talla; sino en preguntas sin respuesta.
¿En qué momento dejamos de escuchar el sonido al caer del agua? ¿Cuándo se volvió normal ver cerradas las laderas con estructuras metálicas de dos metros? ¿Por qué aceptamos que el árbol viejo estorba mientras el muro nuevo adorna?
Lo humano, lo verdaderamente humano, se está agotando entre alarmas y trinos artificiales. Nos levantamos con prisa, conducimos con rabia, hablamos con filtros y con hipocresía. Y nos hemos vuelto maestros en esquivar el presente.
Yo quiero proponer otra cosa. Una ciudad que camine más despacio. No por ineficiencia, sino por respeto. Que al llegar a un semáforo no te ponga en modo guerra, sino en modo pausa, que sedas el paso, y que ayudes al adulto mayor que quiere cruzar, pero no puede. Que cada paso sea menos meta y más un encuentro. Con el otro. Contigo. Con eso que no se ve pero que todo lo sostiene.
Le pueden interesar todas las columnas de la sección Conciencia aquí.
Conciencia, esa palabra que a veces suena a sermón o a cliché, es, en realidad, un gesto de elegancia: la elegancia de estar. Estar donde estás, sin salir corriendo hacia lo próximo. Estar en una banca del parque sin mirar el reloj. Estar con alguien sin revisar el celular. Estar contigo sin sentirte improductivo.
Ser más conscientes no es volverse monje o conspiranoico. Es simplemente volver a ser humanos. En lo simple, en lo mínimo. En lo que nadie aplaude, pero que lo cambia todo.
Nos han convencido de que la vida útil es aquella que produce, factura, crece, escala. Pero, ¿y si la vida útil fuera, en realidad, aquella que se detiene a contemplar? ¿La que se permite no saber, no llegar, no rendir todo el tiempo? ¿La que ve belleza en una señora que barre la acera con más cuidado del que otros firman contratos?
La conciencia empieza con el asombro. Y el asombro no se compra ni se programa: se encuentra. A veces, en una piedra que no patea nadie, en una fila de supermercado donde alguien te sonríe, en un niño que ríe solo mientras juega con una caja.
¿Y cuántas veces, por estar corriendo, no vimos nada?
Vivimos buscando respuestas cuando lo más transformador está en aprender a mirar distinto las preguntas. Porque sí, en esta ciudad que parece apurarnos todo el tiempo, también caben otras velocidades. Caben los gestos lentos, los silencios, los “buenos días” que no son solo por educación, sino por genuina humanidad.
Únase aquí a nuestro canal de WhatsApp y reciba toda la información de El Poblado y Medellín >>
Quizás el cambio que buscamos no esté en grandes reformas, sino en pequeños despertares. En no pasar de largo por las cosas. En mirar dos veces. En preguntar cómo estás y esperar, de verdad, la respuesta. En volvernos un poco más incómodos para este mundo que premia la indiferencia y la comodidad.
Una hoja aferrada a un charco. Eso fue todo. Pero eso bastó para hacerme pensar que resistirse a flotar no es signo de debilidad, sino de conciencia. Que tal vez quien no flota no se ha rendido, sino que ha decidido quedarse un rato más. Mirar distinto. Respirar hondo. Volver en sí.
Quizás mañana no recuerde este texto. Está bien. Solo espero que cuando vea una hoja en un charco, usted se detenga un segundo. Y se vea ahí. Puede preguntarse si está flotando… o viviendo.
Y si decide quedarse un poco más, tal vez descubra que todo lo que buscaba estaba ahí, en lo cotidiano. Esperándolo.