Nuevamente el uso de la tecnología reta a la inteligencia de los hombres. De una quimera, -la de la eterna juventud o simplemente la de la inmortalidad del hombre-, se pasa en nuestros días a un nuevo discurso que, aunque necio, no resulta ser ahora tan inaccesible como lo había sido a lo largo de la historia de la Humanidad.
Ser inmortal se ha vuelto una proclama cotidiana, las posibilidades tecnológicas brindan ya medios para remplazar los órganos biológicos humanos, frágiles y perennes, por órganos perfectos, resistentes, inmortales; sin embargo, ¿no estaremos nuevamente frente a una nueva figura retórica acerca de lo que la inmortalidad representa para los hombres?
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Explicar la realidad desde conceptos fantásticos será siempre una buena alternativa, en tanto lo primero -la realidad- no resulta ser siempre del todo objetiva, y la segunda -la fantasía- no deja de ser del todo subjetiva. Por ello placentero resulta recordar aquí la paradoja del Rey Teseo, ese que con su inteligencia y fortaleza logró derrotar al Minotauro en el laberinto construido por Dédalo en Creta.
El arca de Teseo, una reliquia invalorable, fue conservada en el tiempo gracias al cambio constante de sus partes; pedazos de madera podrida fueron remplazados sigilosamente por maderos réplicas del original, y lo mismo fue hecho con los roídos herrajes y con los portentosos clavos de metal. Conservada prístina, este objeto generó más magnificencia por la pregunta alrededor de lo que este inanimado era, es decir, si con el paso de los tiempos esa que se mostraba era la nave de Teseo, o era simplemente una representación de la que fuese su encarnación.
¿La conservación -para siempre- de un cuerpo réplica del hombre y la de la memoria de este en dispositivos digitales corresponderá al originario sueño de inmortalidad del hombre? Acaso de esto sería de lo que hablaba Jorge Luis Borges al decir: «Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso»; o acaso la de Miguel de Unamuno, que representa la nada en la niebla, al decir, sin titubear: «Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo que fue. Y así, sin término, devanando la madeja de nuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fue».
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Sin dudarlo, diría que de lo que hoy habla el hombre es de una inmortalidad que puede ser nombrada pero que nunca podrá ser representada, pues, como lo advirtiera ya hace muchos años atrás Isaac Asimov: «El aspecto más triste de la vida en este preciso momento es que la ciencia reúne el conocimiento más rápido de lo que la sociedad reúne la sabiduría». Prudente resulta ser siempre la reflexión; avanzar no siempre significa ir desaforadamente hacia delante, pues a veces, como en el rugby -ese deporte tosco de caballeros-, se hace necesario siempre ir hacia atrás con la pelota para así certeramente poder avanzar.