Ya suficiente tenemos con el ruido de miles de motores. Sumémosles los “engallados” con mofles, pipetas, equipos de sonido. Y los camiones de supermercado con sus “piticos”.
Los vehículos a motor son aparatos maravillosos que nos han facilitado la vida en muchas formas. También han traído muchos problemas. Pero no se equivoquen: antes de que se inundaran las calles de estas burbujitas de acero, las cosas no eran precisamente mejores. Algunos autores resaltan los graves problemas que traían los carruajes tirados por caballos.
Las grandes cantidades de excremento, las nubes de polvo y los cadáveres de los pobres caballos que morían agotados o viejos en las calles, eran grandes retos que enfrentaban las ciudades en el pasado. Como debe empezar a parecer obvio, la contaminación no desapareció: cambió de orificio de salida, de forma química y en la escala a la que se produce.
Otro problema que resaltan los autores era el ruido de los cascos de los caballos sobre las calles empedradas. Imagínense un montón de herraduras golpeando todo el tiempo el suelo empedrado. Este problema también mutó: aunque el cliqueti-clac de las herraduras fue reemplazado por el relativamente suave suuuush del caucho, el esporádico relinchar pasó al constante brruuummmmm de los motores a combustión. Y llegaron los supermotores y las motos modificadas para empeorar aun más las cosas.
Yo me pregunto qué le pasó a la ciudad, que permitió que la colonizara el ruido. La colonización de la luz la entiendo: el miedo a la oscuridad parece ser un producto de la evolución, la cual “decidió” que dormiríamos de noche (mientras cazan muchos animales) y que, aunque permaneciéramos despiertos, no tendríamos la visión nocturna necesaria para responder con tiempo a la presencia de un sigiloso felino. ¿Pero el ruido?
En esta época del año se activa la contingencia ambiental por la mala calidad del aire. Esta contaminación toma en la mente de los ciudadanos una forma muy visible: partículas y gases que se manifiestan en nubes de color y olor desagradables. Pero muchos olvidan que el aire también es el medio que hace posible la transmisión del sonido y que por ende el ruido también lo contamina.
Ya suficiente tenemos con el ruido acumulado de miles de motores. A esos sumémosles los “engallados” con mofles, pipetas, equipos de sonido y qué sé yo. Tenemos también los camiones retrocediendo para abastecer los supermercados en la madrugada con sus “piticos” (afortunadamente parece que ya no usan la turbina de avión o la Lambada) y el ayudante gritando “¡dele, dele!”.
Ciudades saludables en todos los sentidos
El individuo por sí solo no es capaz de interiorizar las externalidades negativas (impactos negativos sobre otros que no están sacando provecho de la actividad). Necesitamos ayuda del gobierno para esto. El caso de los motores ruidosos tiene, en mi opinión, cuatro soluciones:
- Definir un nivel máximo (decibeles) permitido para las modificaciones o prohibirlas (varios países del mundo lo hacen).
- Multar a los productores de motores ruidosos, cuando sea el caso, o prohibirlos.
Reemplazar motores de combustión por eléctricos (lo cual tomará tiempo). Habría que prepararse también para prohibir los emuladores electrónicos del sonido de motores a combustión (como dice mi mamá: se acordarán de mí). - Aguantarse la rabiecita que da.
El segundo caso es más complicado, porque es un impacto inesperado de una buena intención (prevenir a transeúntes despistados). Sin embargo, sinceramente, prefiero el grito del ayudante (quien normalmente está detrás del camión cuando este retrocede y por ende puede prevenir a transeúntes despistados) que el insoportable pip pip pip pip a las cuatro de la madrugada (o la mezcla de los dos, que es lo que pasa donde vivo).
Estas son solo algunas soluciones que se me ocurren. En todas, menos la cuarta, necesitamos ayuda del gobierno. Como es el caso muchas veces, nuestra labor como ciudadanos es exigirles a los líderes que usen el poder que les dimos para hacer de nuestras ciudades lugares saludables, para todos y en todos los sentidos.