En nuestros días, es más plausible el detenerse conscientemente de forma contemplativa que el avanzar desmedidamente sin control. Sería más provechoso volver sobre lo intangible y lo infinito que sobre aquello que solo se toca y existe en la finitud de la inmediatez. Retomar la imaginación desde el rumbo inesperado que marcan la poesía, la melodía de la música armónica, caprichosa – y no la prefabricada -, o la pintura anónima de un fresco sobre la pared – esa en la que no importa la firma sino la historia que representa― podría ser un camino para volver la mirada hacia el hombre, que se pregunta incansablemente por sí mismo, desmontando, paulatinamente y sin detenerse, el accionar mecánico y predecible que oculta la sorpresa y relega los sentimientos más nobles como son la fascinación, la felicidad, la dicha, el estupor y el amor, aquellos que nos hacen seres humanos singulares, espirituales, nacidos del mito y lo inexplicable y no de lo inteligible y lo racional, como hoy muchos pretenden que creamos.
En un discurso fascinante, una cátedra final dictada el día de los grados de un puñado de hombres y mujeres de la Universidad de Medellín, el doctor Moisés Wasserman, haciendo gala de humildad, pero, a la vez, de sabiduría, invitó a vivir el presente sin hacer muchos vaticinios, pues la velocidad impresa a nuestros días podría hacer que estos – los pronósticos, las prospectivas – sean solo letra muerta, elucubraciones guiadas por el deseo o por la falta de conocimiento y de reflexión. Las palabras del doctor Wasserman rememoran, entre líneas, las de Thomas Carlyle en su texto Signos de los tiempos (1829), donde advertía ya el desvío del hombre que solo se preocupa por lo que ocurrirá en el futuro, ese puerto lejano o, mejor, inexistente, ese lugar y tiempo en el que no ha habitado ni habitará jamás la felicidad, pues como bien lo observa el célebre humanista escocés: “la realidad es que los hombres felices viven plenamente en el presente, siéndoles la abundancia de este tiempo suficiente para ellos”.
Premiar la pregunta elaborada y no la respuesta insensata, inmediata, no reflexionada, podría ser una forma prudente de ralentizar el ritmo frenético del mundo. Darle a lo mecánico su verdadero valor, pero limitando su accionar y su ímpetu, sería un acto de responsabilidad y de humanidad. Regresar a la dupla arte-técnica en ese estricto orden podría dar sentido, nuevamente, a lo que es ser humano, ese que, aunque imperfecto, lento y falible, resulta ser evocación de una vida digna de ser vivida a plenitud y no a medias, como aprendimos a hacerlo gracias a las frustraciones impresas por los fantasmas de una evolución “irremediable” del hombre hacia una máquina perfecta sin fallos, una que, al final de cuentas, podrá prescindir de las preguntas fundamentales, primogénitas sobre lo que la felicidad y la vida son.