En la pausa de una reunión de trabajo, un empresario del medio oeste de los Estados Unidos quiso hacerme un comentario o, mejor, compartir conmigo algo que él sabía pero que pocos conocían: me habló de un grupo conspirador (no lo identificó) que desde hace décadas viene trabajando para destruir las bases de la unión americana. La estrategia que tiene ese grupo ha sido pensada a muy largo plazo. Y es ya evidente que está consiguiendo su propósito: acabar con la mujer.
Ya no hay mujeres en los Estados Unidos, me dijo. O son muy escasas. No hay con quién construir una familia. La mayoría de ellas no piensa en nada distinto de estudiar, trabajar, hacer carrera. Casi todas lo que pretenden es vivir libres, sin compromisos, no quieren saber de esposo ni de hijos. Aquel grupo se propone destruir el país a partir de la destrucción de la familia. Y de hecho lo está logrando, concluyó.
Ustedes pensarán que se trata de un loco de amarrar, pero no. Es un empresario perfectamente lúcido, un americano medio que sabe hacer las cosas bien, pero que carece de elementos para interpretar su mundo. Producto de un sistema educativo que capacita para el desempeño laboral, pero que no forma a la persona. El resultado son seres manipulables en extremo, sin mecanismos de defensa para neutralizar la propaganda desinformadora.
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Explicar de esa manera tan simple el proceso histórico que llevó a la mujer al mercado del trabajo (con sus consecuencias en todos los órdenes de la vida social: la cultura, la economía, la demografía, etcétera), nos sirve como ejemplo de lo que logran los medios -los convencionales y los otros-, en el numeroso público creyente (cuando digo “creyente” lo digo en el más amplio de los sentidos).
Consecuencia no prevista de las guerras mundiales fue el gran impulso que recibió la vinculación de la mujer al mercado del trabajo. Como los hombres se habían ido a la guerra, las mujeres salieron de casa y ocuparon esos puestos. Comenzaron, por tanto, a recibir salario.
Acabadas las guerras, muchas mujeres no quisieron volver a su situación anterior. Y decidieron estudiar para abrirse más oportunidades, para cultivar sus propios intereses. Este cambio se volvió permanente, además de global. De hecho mantiene su dinámica hasta el día de hoy en todas partes (con excepciones como Arabia Saudita, donde la mujer solo representa el 5% de la fuerza laboral). Como se ve, aquello no tiene nada que ver con conspiraciones. Ni obedece a ninguna estrategia para acabar con ningún país. Es producto, simplemente, de la evolución de la sociedad humana.
Las teorías de conspiración no son nuevas. En distintos momentos a los masones o a los judíos, por ejemplo, les han adjudicado la capacidad y la intención de apoderarse de un país, o del planeta entero. Y esto ha sido motivo para desatar persecuciones en su contra (algunas de una magnitud jamás imaginada, como lo sabemos).
No sólo se trata de teorías de conspiración. Hay todo tipo de falacias lógicas que cuentan con un amplio público consumidor. Es cierto que algunas de ellas pueden ser inocentes (producto de la paranoia de algunos, que de buena fe quieren alertarnos sobre los peligros que nos acechan). Otras tienen propósitos meramente comerciales (habrá entre los lectores quienes recuerden El Triángulo de las Bermudas, un éxito editorial que vendió millones de ejemplares en todo el mundo). Y hay muchas que claramente están diseñadas para lograr determinados efectos políticos.
A los consumidores de la propaganda política que se distribuye a través de las redes sociales, yo les diría lo mismo que al numeroso grupo de internautas que fueron convencidos de que la tierra es plana: hay que ser escépticos, permitirse un rato de reflexión, confrontar el contenido de lo que nos mandan, no tragar entero. Un gran porcentaje de lo que llega es basura. No nos dejemos engañar: la tierra es redonda como una pelota.
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