Tengo 40 años, decidí no ser mamá desde que era una niña, exactamente desde que tenía 11 años y tuve mi primer período menstrual. Fue como si le hubiera dado una orden a mi cuerpo con absoluta certeza. Sin embargo, la vida que se asemeja a un espiral perfecto, me llevó a coincidir con un hombre 25 años mayor que yo, padre de seis hijos, con cuatro madres distintas. Con quien desde muy joven tomé la decisión de compartir mi vida.
Un camino sin deseos de una maternidad propia, al lado de un hombre con una fuerte, indiscutible, absoluta pulsión paterna, y con la claridad de no desear más hijos en esta vida.
Es paradójico, porque por un lado la certeza de una doble vasectomía es garantía de cumplimiento del deseo de no ser madre, y por el otro compartir la vida con un hombre que es padre, es a su vez garantía para vivir de cerca el reflejo de la realidad de una vida con hijos.
En los últimos 10 años me he preguntado varias veces si ese deseo de la Marcelita de 11 años sigue siendo el mismo, y una y otra vez, lo he confirmado. Sin embargo, he descubierto una fuerte pulsión en mi feminidad que me lleva a cuidar, abrigar y amar con completa fluidez, sin esfuerzo y con disfrute.
Lo he vivido especialmente con mis sobrinas, teniendo siempre presente mi rol y lugar como tía. Y últimamente lo he vivido con una fuerte pulsión hacia los seres maravillosos que acompañan mi cotidianidad: Elvis Antonio, un gato de 13 años; Kaira Saturnina, una perra rottweiler de 7 años, y, desde hace un par de semana, con Simba Hakuna Matata, un perro border collie de 9 meses.
Estos seres se han convertido en la más pura expresión del amor incondicional en mi vida, su forma arraigada de estar a mi lado, compartir la rutina y el ritual de cada día, que se traducen en gestos de genuino afecto cotidiano, de dulzura en la mirada, también de temor por la propia fragilidad de la vida misma.
Ellos, me han enseñado que compartir la vida es también cuidar, abrigar, amar, y que ésta también es una forma de maternar.
Cada noche le digo a mi esposo, que mi momento favorito del día es ese, en el que estamos en la cama, listos para dormir, con Elvis en su almohada entre nosotros dos, Kaira en su camita al lado mío, y recientemente Simba al lado de la cama cerca a Camilo. Ahí, en ese gesto que se repite una y otra vez, cada noche con la misma expresión, siento que, aunque no soy madre, soy afortunada al poder llenar de dulzura y afecto ese momento donde finaliza el día, y nos entregamos al vaivén del mundo onírico de Morfeo, para despertar una vez más, con la fortuna de encontrarme en mi lugar favorito que me abriga, ama y cuida al lado de mi esposo y estos seres que son familia.