Es tiempo de que la ciudad le agradezca a su abuelo el campo que hoy sea profesional, rica y moderna. No hay ciudad sin campo. Sí hay campo sin ciudad.
Como muchas otras personas, mi familia viene del campo. Como a muchos, a mis abuelos les tocó lidiar con La Violencia. Aunque el abuelo contaba que le tocaba viajar de noche para darle una vueltica a su tierrita con los primeros rayos de la mañana para después regresar a su pueblo, corrieron con la fortuna de no tener que huir y dejar sus cosas y sus animales alguna noche de esas macabras que tantos han padecido.
Su llegada a la ciudad fue buscando mejores condiciones de vida, más que para ellos, diría yo, para sus hijos. Y qué vida les dieron: pudieron estudiar y hoy son buenas personas y profesionales y llevan vidas cómodas en la ciudad. Lo mismo pasó con nosotros, los nietos, y con la nueva generación de personitas a las que todavía les queda una viejita hermosa a la que llaman bisabuela.
La mayoría de integrantes de mi familia tenemos una conexión muy especial con el campo a través de la finca del abuelo. Los recuerdos de la canoa, el río, los caballos, los terneritos, los paseos de olla y el olor a boñiga nos llenan la mente y nos hacen añorar estar allá. Sin embargo, la mayoría extraña la ciudad después de un tiempo de estar lejos de ella. Esto no es bueno ni malo; simplemente nos hemos acostumbrado a las comodidades un poco más materiales y a la seguridad que nos brindan la cercanía, la tecnología y las economías de escala.
¡Cuánto le debemos al campo!
Las ciudades en las que vivimos son tal vez el artefacto más gigante alguna vez construido por el ser humano. Son unos monstruos devoradores de materiales y energía. Por supuesto, son una gran solución a muchos de los retos que hemos enfrentado como especie y producen enorme riqueza e increíble tecnología. Sin embargo, son consumidoras netas.
Es claro que lo urbano y lo rural tienen diferentes vocaciones, por definición. Sin embargo, es de suma importancia que busquemos mejorar sus relaciones. Un estudio de la Universidad Nacional de Medellín encontró en 2017 que el 88 % del agua que llega a todos los hogares del Valle de Aburrá proviene de fuentes externas. De igual manera, el 89 % de los alimentos que consumen sus habitantes son producidos en otras regiones. En la dirección contraria, creo yo, fluye mucho menos. En la naturaleza, esta relación podría llamarse parasitismo. En la naturaleza, muchos parásitos matan a sus huéspedes. Nosotros no podemos darnos ese lujo.
Devolverle al campo lo que se le dio en el mejor estado posible
Lo ideal sería que las ciudades fueran autosuficientes. Esto es virtualmente imposible, dadas las complejas dinámicas sociales y económicas que las caracterizan, sin mencionar la escasez de suelo y la brutal competencia por su uso. Tenemos ciudades con graves problemas digestivos, con un metabolismo descuadrado. Necesitamos sanarlo. Lo primero es dejar de dar por hecho la provisión de materiales y energía. La ciudad debe responsabilizarse por el cuidado de fuentes hídricas y de importantes sumideros de carbono como lo son los bosques. La ciudad debe respetar fronteras, dejar de crecer y pavimentar. La ciudad debe respetar la riqueza biótica y abiótica, tanto dentro como fuera de ella. La ciudad debe devolver lo que se le dio en el mejor estado posible, para que el campo pueda hacer su trabajo.
Quienes la habitamos debemos reconocer, explícita y abiertamente, el trabajo de tantos campesinos que sin cocinar nos alimentan. La ciudad debe agradecerle a su abuelo el campo que hoy es profesional, rica y moderna. No hay ciudad sin campo. Sí hay campo sin ciudad.