Hace unos años, en una entrevista, Ferrán Adriá me dijo que los seres humanos tendemos a confundir aquello que no nos gusta con lo que no es bueno. Me explico, hay comidas que no me apetecen (vísceras, sobre todo) y no por ello son malas. El crítico gastronómico debe, precisamente, dejar esas subjetividades y evaluar un plato desde la técnica, el balance, el equilibrio y el sabor. Y ahí están las claves para saber cuándo un plato que nos llega a la mesa es bueno o, mejor, está bien preparado.
En el momento creativo, un chef antes que crear una receta, crea un mensaje. Escoge un momento, un paisaje, un lugar, un ingrediente… y a partir de allí combina técnicas y sabores buscando la perfección en el plato. Como comensales tenemos que estar dispuestos a recibir entonces ese mensaje. ¿Pero qué analizar?
La lista empieza por la apariencia. Existen cientos de técnicas para finalizar un plato, sin embargo, un platillo debe lucir bien. No importa si se utilizan aquellas técnicas modernas que acercan lo que nos comemos más al arte que a la gastronomía, o si a la mesa llega un plato de arroz, con carne al lado y la ensalada. Todo entra por los ojos y cada cosa en un plato tiene su lugar. Hay que mirar, por ejemplo, si se respeta un eje, si hay colores, si hay composición y si hay proporción, lo que nos lleva a otro elemento: el equilibrio.
Todo aquello que salga de una cocina debe respetar un balance. Y eso va en dos vías, la primera es la estética, la segunda, la nutricional. A pesar de lo delicioso que pueda ser, un plato cargado de carbohidratos (papa, yuca, arroz, maíz…) no está ejecutado correctamente. El cocinero debe buscar el bienestar de sus comensales y esto incluye no exagerar a la hora de incorporar elementos. Aunque es válido ofrecer diferentes sabores siempre y cuando estos estén en pequeñas medidas y respeten los estándares nutricionales.
Algo que me encanta son las texturas y el juego con las temperaturas. Cuando un cocinero hace gala de estas, pienso que demuestra que tiene dominio sobre ingredientes y técnicas. Hace poco comí en Mano Calamita un cebiche con una granita de limón que además de estar helada ofrecía un poco de crocancia. Ahí está el juego, que permitan que en boca se sienta la suavidad de un ingrediente y que ésta contraste con la dureza de otro. O que a la boca lleguen frío y calor en un derroche de creatividad.
Y hablando de creatividad, también es importante evaluarla. Un cocinero debe tener suficiente sentido del humor para poder jugar con los comensales en la mesa. Y ahí está, por ejemplo, la sopa de desayuno antioqueño que se puede probar en estos momentos en El Cielo. La creatividad va de la mano de la técnica, de saber combinar ingredientes y de conocer la despensa que tenemos. Un plato está bien ejecutado, precisamente, cuando es creativo, cuando presenta cosas novedosas.
Sin embargo, también hay que tener en cuenta la ejecución técnica y para ello, es necesario conocer un poco de cocina. Entender, por ejemplo, que un volcán de chocolate debe ser cocinado a la minuta para que su centro se desborde una vez lo partamos con una cuchara. O, tal vez, conocer el punto exacto de cocción de una pasta. O saber que una paella puede tener un delicioso sabor, pero que si el arroz se pasa de cocción está mal ejecutada.
Finalmente, el sabor es el factor definitivo. Las cosas deben saber bien. Pero acá vuelve Adriá cuando nos dice que no confundamos lo malo con lo que no nos gusta. A mí, por ejemplo, no me gusta la lengua y no por ello voy a decir que está mal hecha. Una lengua está mal cuando tras la cocción aún está dura, cuando la salsa no tiene buen sabor. Y es que hay que saber que existen platos deliciosos muy mal cocinados; platos muy bien cocinados que son malucos; platos malos muy mal preparados; y comidas bien hechas con un excelente sabor.
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